Jack Kerouac (1922-1969), bisexual encubierto, drogadicto recreativo y alcohólico empedernido, hace del camino su vida y de su literatura trayecto sin destino. El beat por excelencia, el padrino de la alteridad vital y literaria, es un devorador de ritmos que deben ser vomitados hasta el síncope sobre las páginas. Ritmos de anfetamina y locales de jazz clandestinos, en los que el sexo se hace negro como el humo y la piel de los congregados a la bacanal de la libertad y el no future.
Kerouac escribió la Biblia del movimiento beatnik, En el camino, en un rollo de papel continuo, sin revisiones ni pausas, llevado por la incombustible actividad psíquica que propician las anfetaminas. Las suelas de los propios zapatos como único mapa probable, y las drogas como compañeras fieles e insustituibles: efedrina y marihuana, no sólo anfeta. Y otra droga, sí, el jazz, cuyo ritmo sincopado regía el deambular de unos párrafos plenos de euforia y ganas de vivir. “La única gente que me interesa es la que está loca, loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde, arde como fabulosos cohetes amarillos explotando como arañas ante las estrellas”. Casi nada.
La anfetamina es, quizás, el más potente estimulante que podemos aplicar a nuestro sistema nervioso. Tanto que hasta los deportistas, esos nuevos dioses del Olimpo en el que ya no creemos, la utilizan con igual desenvoltura que un carpintero las alcayatas. Tal vez lo hagan, los deportistas, por colgar de tales escarpias unas alforjas reventonas de papel moneda. En el caso del escritor norteamericano, el uso y abuso de la citada sustancia propició las orgías tipográficas a que se entregó para dar a luz, con la celeridad de un parto demoníaco, un buen puñado de obras literarias que ya son referente ineludible para los amantes del párrafo y la sensación.
Literatura del trance. Trance de la droga, el alcohol, la euforia desatada y el deseo de vivir, como los buenos rockeros, rápido y deprisa, para dejar un hermoso cadáver. Y las drogas psicodélicas que, en aquel tiempo, iban de manera inevitable unidas a la espiritualidad oriental. Atracción de lo exótico, supongo. También visitó Marruecos el buen Kerouac. De hecho fue quien allí recogería del suelo de una habitación de pensión regentada por cucarachas las páginas desperdigadas por el temblor morfínico de Burroughs para incitarle después a publicarlas bajo el nombre de El almuerzo desnudo. Luego iría más lejos, en busca de una inspiración zen que le arrebatase, quizás, de los designios de una vida alcoholizada que se le llevaría en brazos de la cirrosis. De aquel interés por lo zen nacieron Los vagabundos del Dharma, obra que debería estudiar, por si acaso, el renombrado Paulo Coelho.
Aquellos años, aquellas vivencias, dieron un giro brutal al timón de este velero llamado literatura que demasiados desean comandar. Imposible negar la influencia, en esta nueva travesía, de las drogas. Pero continuaron años en que los estupefacientes arrasarían las calles de las principales ciudades occidentales, especialmente estadounidenses, cebándose en la negra piel de los descendientes de los esclavos, los únicos estadounidenses verdaderos (si obviamos a los indígenas de pluma florida y pipa de la paz sucia de cuero cabelludo que nos vendieron en televisión y cines, durante demasiado tiempo), esclavizándolos con nuevos métodos, más retorcidos, que les hacían soñar con desertar de una vida que les devoraba las entrañas. La alegría desbocada de Kerouac y compañía nada tenía que ver con el inframundo de los supermercados de la droga que apuntalaban los suburbios metropolitanos.
Neal Cassady (1926-1968), reiterativo delincuente, constante y confeso consumidor de barbitúricos que poca herencia literaria dejó, más allá de erigirse en protagonista principal de algunas de las novelas fundacionales de las nuevas letras estadounidenses. Poco dejó escrito, pero sin sus psicotrópicas y alucinadas vivencias jamás hubiésemos llegado a leer a Kerouac, ni a Ginsberg. Cassady fue el Dean Moriarty de En el camino, y sus prolongados períodos de desenfreno sexual en brazos hembra de edad rayana en lo ilícito eran pespunteados, aquí y allá, por la costura macho de un amor pánico en brazos de Allen Ginsberg, o de cualquier otro que, según él mismo afirmaba, le proporcionase “lo que necesitaba, a cambio de sexo”.
Como digo, no fue un autor prolífico, ni por ello es recordado. Pero la literatura también son sus protagonistas, especialmente si de literatura confesional (¿acaso hay otra?) hablamos. Y Cassady recorrió la época beat batiendo con sus alas de ángel caído un firmamento de mitología moderna que otros, los escritores que como tal pasaron a la historia, supieron organizar con tinta. Lo de Cassady, aparte cualquier variación de desenfreno, fue el LSD. Él mismo llegó a ser quien conducía el autobús de Los Alegres Bromistas, aquel grupo de inocentes revolucionarios que recorrieron las carreteras estadounidenses, en los años 60 del pasado siglo, invitando a todo aquel que hasta ellos se acercase a consumir ácido y poner a prueba, con ellos mismos, los límites de su serenidad. Los célebres acid tests de aquellos bondadosos traviesos pasaron a la historia como uno de los ensayos menos serios para traer a la sociedad la utopía del amor libre y la libertad de prejuicios. Cassady condujo el autobús como antes había conducido diversos vehículos recorriendo de costa a costa la patria que le había visto nacer, embriagando, por el camino, con su lenguaraz carencia de límites, a Kerouac y compañía.
Pablo Cerezal