Uno de los aspectos más notables de este libro autobiográfico sobre un autor que tuvo que mendigar y dormir al raso durante la Depresión es que casi todos los capítulos quedan en suspenso, sin aclarar qué ocurre con tal personaje ni cómo termina la situación que Tom Kromer nos estaba contando, dejándolo todo a la imaginación del lector. El narrador suele contar la manera en que se mete en ciertos líos o se ve envuelto en ciertas circunstancias, pero no nos aclara cómo los resuelve, y en el siguiente capítulo ya ha habido una elipsis y el protagonista está metido en otro asunto. Esta característica, como digo, le da una dimensión especial al libro, convirtiéndolo en algo atípico, y transmitiéndonos la idea de que, cuando uno pasa hambre y carece de techo propio, lo interesante es el atolladero en el que cae cada poco, y no la manera de salir a la superficie.
Pero Kromer suelta la información precisa para que imaginemos lo que ha pasado o va a pasar y que él no desvela por completo. Lo demostraré con un ejemplo. En uno de los capítulos, la señora Carter (que es una especie de rico travestido) paga una cena al protagonista y está dispuesto a llevárselo a la cama. Kromer sabe que es una de sus oportunidades para comer algo y dormir en un lecho decente. Y, aunque le sigue el juego, procura retrasarlo al máximo. Pero no parece poder escaparse y el capítulo termina con la señora Carter metida entre las sábanas, invitándole a tenderse junto a él/ella. Kromer escribe: Los desgraciados como yo siempre pagan sus deudas. Me quito la ropa y me meto en la cama. Unas líneas antes el narrador ha dicho que espera dormir. Pero los lectores sabemos que no, sabemos que, probablemente, le toque hacer el papel de chapero amateur.
Cada capítulo es, pues, como un jirón de la vida errante que llevó el autor durante un tiempo, un muestrario de padecimientos y de hambre. De un día para otro se quedó en la calle, algo que ocurre todos los días en nuestra sociedad (y no hace falta cruzar el charco: no deja de ocurrir en España). El estilo de Kromer es seco y directo y probablemente logrará que muchos lectores empiecen a mirar de otro modo a quienes piden limosna. Kromer, que lo vivió, nos adentra en los entresijos del dolor, del sufrimiento, de la desesperación, del miedo y del hambre. Como la novela de Knut Hamsun, podría haberse titulado Hambre. Mi consejo es que no se pierdan ninguno de los dos.
Nada que esperar (Waiting for Nothing and Other Writings en el original) es una novela corta. Por eso incorpora algunos breves relatos al final y, sobre todo, un pequeño texto titulado "Autobiografía", que es el mejor de estos "Otros escritos". Aquí van unos extractos de la novela y de esa "Autobiografía":
Vuelvo al dormitorio y me siento en el borde de la cama. Aquí sentado hace frío, pero no me importa. Estoy pensando en suicidarme. ¿Por qué no? No voy a sentir dolor. Apuesto a que ese tipo ni siquiera notó el impacto de la bala. Un agujero estrellado, un charco de sangre mezclado con algo más y ya está. Ese tipo ha tenido el valor de hacerlo y ahora ya no tiene que preocuparse por nada. Cuando un hombre se suicida, deja de tener problemas, deja de tener preocupaciones.
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Mi amigo Karl es escritor y siempre tiene hambre. Un dólar a la semana no le da para llenarse el estómago. Pero no es culpa suya. Si no come lo suficiente es porque la gente no compra lo que escribe. Karl escribe sobre bebés que se mueren de hambre y sobre hombres que recorren las calles en busca de trabajo. Pero a la gente no le gustan esas historias, no le gustan los relatos de Karl porque en ellos escuchan el llanto desesperado de las criaturas y ven el hambre en la mirada de los hombres. Karl siempre pasará hambre. Y siempre describirá cosas para que, al leerlas, la gente las vea.
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Aquí estoy, acostado en un agujero, cubierto de nueces. Antes de dormir en la calle, dormía sobre un colchón de plumas. Y pensaba que estaba en las últimas. Tenía buen aspecto, comía tres veces al día y dormía en una cama. ¿Cómo podía pensar que estaba en las últimas si no me faltaba ni techo ni comida? Pero eso fue hace dos años. Y dos años pesan como si fueran diez cuando estás en la calle. Es como si hubiese envejecido una década. En aquella época parecía un joven perdonavidas. Y lo era. Y tenía algo de color en las mejillas. Pero desde entonces he caído en picado y he tocado fondo: ¿qué hay más bajo que dormir en un agujero y que te cubran de nueces?
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Como no tenía intención de publicar Nada que esperar, lo escribí tal y como me iba naciendo, y el lenguaje que utilicé fue el lenguaje que utilizan los vagabundos, pese a que no es el más agradable del mundo.
Garabateé los fragmentos de este libro en papeles de fumar Bull Durham y en los márgenes de folletos religiosos. Los garabateé en vagones de mercancías, en centenares de albergues cristianos, en celdas y calabozos, en cobertizos ferroviarios y en pensiones de mala muerte. Y en algunas ocasiones memorables llegué incluso a teclearlos con mis dos dedos índice en una máquina de escribir como Dios manda.
[Sajalín Editores. Traducción de Ana Crespo]