Durante un minuto no supe qué decir. Miraba el anillo, una simple arandela de plástico, y le miraba a él, con su pelo alborotado y el cerco de chocolate en los labios. Sonreía, como siempre, y le brillaban los ojos como cuando se tiene fiebre. Le dije que sí, que sería lo que tuviese que ser. Me cogió de la mano y volvimos juntos a clase un instante antes de que sonase la sirena que marcaba el final del recreo. De esto hace más de setenta años. Sé que seguimos llenos de amor, aunque él, ahora, no recuerde nada.
Esteban Gutiérrez Gómez, de Mi marido es un mueble (Ed. Lupercalia, 2015).