Un bosque hipotético

Por: Carlos Moya

Cuando el móvil sonó eran las cuatro de la madrugada, así que lejos de lo que podía parecer no lo encontraron dormido sino con los ojos abiertos como un búho, sentado en el sofá del salón y bebiendo una copa de whisky.

—¿Quién es?—preguntó al aire mientras daba un largo trago de la copa.

—Agente Aubrey—contestó la voz metalizada y prefabricada del teléfono.

Había seleccionado a la mujer joven de entre todas las voces disponibles, le hacía sentirse un poco menos viejo y un poco más acompañado.

—Contesta—ordenó.

La llamada se descolgó y al otro lado de los altavoces se escuchó un montón de ruido. Pudo intuir motores de coches y rumor de gente.

—¿Inspector Berger?—preguntó una voz.

—Soy yo. ¿Qué ocurre Aubrey?

—Un caso de homicidio. El androide de la casa ha confesado ser el culpable, necesitaríamos que compruebe que sus recuerdos no han sido manipulados.

Suspiró y fue a dar otro trago de whisky cuando se dio cuenta de que se le había acabado. Suspiró de nuevo. No tenía ningunas ganas de vestirse y salir de casa, ningunas ganas de ver un cadáver y sentarse frente a un androide para interrogarlo. Pero era su trabajo.

—¿Inspector?

—Mándame la dirección al GPS, estaré allí en diez minutos. Cuelga.

 

La llamada se cortó. Se levantó del sofá y con pasos lentos y pesarosos se dirigió al cuarto. El cansancio acumulado lo golpeó por sorpresa y las piernas le fallaron, tuvo que sujetarse en el umbral de la puerta para no irse de bruces contra el suelo. Gruñó. Hubo un ligero movimiento entre las sábanas, pero ella no se despertó. Se recompuso como pudo y llegó hasta el armario. Se vistió con una camisa, unos vaqueros y una gabardina larga y negra, intentó hacer el mínimo ruido posible. Antes de irse le dedico una mirada a la mujer que dormía en su cama.

<<Mi esposa>> le recordó una voz interior. Se sintió dichoso y triste a la vez. Enfiló el pasillo y salió de la casa cerrando con cuidado. La noche era más fría de lo que había esperado, así que tuvo que arrebujarse en la gabardina y echar una pequeña carrera hasta el coche. En cuanto estuvo dentro colocó el móvil en la pantalla de navegación.

—Buenas noches Adrian—saludó la voz femenina de su móvil al conectarse con el vehículo—. ¿A dónde desea que le lleve hoy?

—Comprueba el GPS, el agente Aubrey me tiene que haber enviado una dirección.

—Bartlett Place, número 153. Póngase cómodo y disfrute del viaje.

 

El coche arrancó y se puso en marcha. Adrian aprovechó para revisar sus mensajes en la pantalla de navegación, acababa de recibir uno del agente con fotos de la escena del crimen. Dudó un par de segundos antes de abrirlo. Ante él se extendieron cinco imágenes cruentas y macabras en las que el rojo predominaba por encima del resto de la gama cromática. La víctima tenía una pinta espantosa, unos cincuenta años, calva incipiente, delgado hasta un extremo enfermizo. Estaba metido en la bañera con la cabeza incrustada violentamente contra el grifo de la ducha.

<<Que buena noche>> pensó. Por suerte a esas horas no había nadie por el centro de la ciudad así que no se vio atrapado en el gigantesco atasco que solía generarse. Mientras el coche se conducía no tuvo más remedio que mirar por la ventana para pasar el rato, no le apetecía escuchar música ni tampoco seguir revisando las fotos. Las calles de fuera se condensaban en una amasijo neblinoso lleno de luces vibrantes, gente borracha, putas y hombres-anuncio cargando con carteles de prostíbulos y casinos. No se le escapó que en un callejón un par de matones atracaban a una mujer, pero no se detuvo. Al fin y al cabo ese no era su trabajo, ni el suyo ni el de nadie desde hacía muchísimo tiempo. La ciudad estaba corrupta, podrida desde los cimientos, decadente y enferma, los índices de criminalidad eran tan altos que la policía no daba abasto así que todos los delitos menores pasaban a un segundo plano de prioridades, un plano ficticio e inexistente que ya nadie visitaba.

Apartó la mirada y decidió que la música no podía ser tan mala compañía. <<Pon música. El disco de Solstice>>. Dulces notas de música electrónica emergieron de los altavoces como peces saltando fuera del agua. El mundo se contrajo por un segundo y se recreó en el interior del vehículo. La melodiosa voz de la cantante fluyó como un río hasta sus orejas y cerró los ojos pare dejarse llevar. La lentitud en el ritmo, la decadencia de la letra y la suavidad de los bajos acariciaban sus sentidos y le transportaban a tiempos en los que todo le había ido mejor.

 

Dejó el coche fuera del cordón policial. El edificio era uno de esos grandes, altos y retorcidos que habían crecido como setas por toda la urbe. Grises, impersonales, había cientos iguales creados con el único fin de alojar el mayor número de pisos y casas posibles. Casas baratas, pequeñas, en las que hacinar a los humanos como si fuesen sardinas. Echó mano del móvil y el coche se apagó, salió al frío nocturno y se apresuró en llegar hasta el portal. No había ni un alma en toda la calle, cosa bastante natural si se tenía en cuenta que aquel era un barrio de drogadictos, de tráfico de drogas y de prostitución ilegal. Toda la chusma se esfumaba en cuanto veían las luces azules acercándose.

En el portal le recibió una chica que no habría dicho que era policía si no fuera por el uniforme que llevaba. Tenía media cabeza rapada y la otra media de color azul chillón y por debajo del cuello de la camisa se podía intuir el nacimiento de un tatuaje.

—¿Inspector Berger?—saludó ella con voz del tipo de persona que bebe todas las noches.

—El mismo—contestó él ensañando la placa.

—Acompáñeme.

 

Subieron al cuarto piso, desde el tercero ya se escuchaba el bullicio de voces y pasos. Cuando las puertas del ascensor se abrieron el inspector contempló con anodina indiferencia al grupo de policías ociosos que se dedicaban a beber café y charlar sobre temas banales e intrascendentes. La agente del pelo azul lideró la marcha al interior del piso. El salón, pequeño y agónico, contaba con un camastro tirado en el suelo, una holo-pantalla y un paquete de pañuelos como todo mobiliario. En la pantalla se podía apreciar una colección enorme de pornografía barata con actrices de labios enormes y pechos más grandes que sus cabezas. El desasosiego se podía respirar allí dentro. En el baño las cosas no fueron a mejor. El agente Aubrey estaba sentado en la taza del váter fumándose un cigarrillo, tanta profesionalidad lo abrumó por un momento.

—Adrian—saludó sin sacar el pitillo de su boca.

El inspector le devolvió el saludo con un leve asentimiento de cabeza. Sus ojos se deslizaron inconscientemente hasta la bañera.

—Marcos Salazar—informó Aubrey—. No era precisamente una joya, tenía antecedentes por tráfico de drogas y se le conocía en los bajos fondos por ser un proxeneta de baja estofa.

Las fotos que había visto no hacían justicia a la realidad. Allí, de pie y sin píxeles de por medio entre él y el cadáver, pudo apreciar la brutalidad del asesinato. El ojo derecho del tal Marcos había estallado para dejar paso al grifo que se incrustaba hasta las clavijas para regular el agua, la expresión en su rostro era una mezcla de pánico e incomprensión. La sangre escarlata había formado pequeños ríos que se deslizaban por la cerámica blanca y desembocaban en el desagüe del fondo.

—Era puta escoria, el mundo no pierde nada con su muerte—soltó de pronto la del pelo azul.

—Retírate—ordenó Aubrey con su habitual frialdad.

Ella no rechistó, simplemente giró sobre sus talones y se alejó con pasos rápidos. Adrian seguía contemplando la escena. Puede que el tal Salazar no fuese más que un traficante de poca monta, un putero y se dedicase a la trata de blancas. Pero con su muerte habían perdido a otro humano a manos de un androide y eso le quemaba por dentro y hacía que un sudor frío se arrastrase por su nuca como una larva helada y asquerosa.

—¿El sintético?—preguntó al fin Berger.

—Lo tenemos en la cocina, custodiado por uno de nuestros hombres y a la espera de que llegases. Confesó el crimen en cuanto entramos por la puerta y no mostró ningún tipo de resistencia—se detuvo un momento para dar una larga calada—. En cuanto compruebes que dice la verdad podremos irnos todos a casa.

—En el caso de que diga la verdad.

Aubrey sonrió con malicia.

—No me jodas, Adrian. Es tarde, los chicos están cansados y el cacharro ha confesado. Acabemos con esto lo antes posible. Suspiró.

—Ese no es mi trabajo.

 

El agente le guiñó un ojo y le extendió el paquete de tabaco. Adrian cogió un pitillo y se lo encendió con su propio zippo. Salió del baño y en vez de enfilar el pasillo hasta la cocina volvió al salón, abrió la cristalera y salió al balcón. Como todo en la casa el balcón era pequeño y angosto, la vista no era nada del otro mundo, solo edificios iguales, calcados unos de otros en interminable procesión extendiéndose hasta donde alcanzaban los ojos. Echó una larga calada y dejó que el humo escapase desde su boca y se mezclase con el frío aire nocturno. La nicotina no le relajó, hacía tiempo que nada lo hacía.

Se descubrió a sí mismo, un par de minutos más tarde, contemplando las falsas estrellas que brillaban en el firmamento. Falsas porque la mayoría de ellas se habían apagado hacía años y lo que él veía no eran más que vestigios de otros tiempos, fuegos fatuos y danzantes que se resistían a desaparecer. Sufrían de una muerte agónica y lenta pero al final no tenían más remedio que sucumbir, como velas apagadas por un vendaval. Luces. Vestigios de otras galaxias, de otras vidas, de otros tiempos. Tiempos mejores, siempre eran mejores en el pasado. Antes de que la luz se apagase.

—Inspector—una voz a su espalda le sacó de su ensimismamiento, era la voz ronca de la del pelo azul—.El androide le está esperando.

Sonrió para sus adentros. Aquel era el principal problema de todo lo que estaba mal en aquella sociedad. El androide le estaba esperando. Como si pudiese esperar, como si pudiese entender lo que era el tiempo, como si tuviese sueños que cumplir, anhelos que satisfacer. Humanizarlos. Creer que tenían prioridades, necesidades o sentimientos. Creer que podían impacientarse o sentir ansiedad. Creer que podían esperar.

—¿Señor?

Se dio cuenta de que no había contestado. Seguía allí plantado, con el cigarro acabado y contemplando unas estrellas que ya no existían. <<Estáis todas muertas>> pensó.

Giró sobre sus talones y enfiló sus pasos a la cocina. La estancia estaba cargada de una deprimente y pesada tensión, el silencio se arrastraba por las paredes como una babosa, dejando un rastro totalmente perceptible. El policía que estaba allí lo saludó con un asentimiento de cabeza pero Adrian no devolvió el saludo, su mirada estaba clavada en el androide. Era un modelo antiguo, tendría unos cuatro años y pertenecía a esa etapa en la que los ojos aún no habían conseguido perfeccionarse y carecían de brillo. Eran como dos esferas inertes, inexpresivas y frías de color azul. Aquel ser estaba sentado en un taburete, con las manos sobre el regazo en una posición muy recta y poco natural. El inspector no se molestó en tomar asiento, sacó su móvil y un pequeño dispositivo emisor con forma de pulsera que le extendió al androide.

—Póntelo en la muñeca—ordenó.

El robot obedeció. Adrian abrió una aplicación en su móvil que le permitiría monitorizar las reacciones en los mecanismos del presunto culpable. Era imposible que una manipulación de recuerdos no dejase alguna secuela que provocase lecturas extrañas, evidenciando así cualquier alteración.

—¿Cuál es tu número de serie?—preguntó.

—0X11443402—contestó el androide, hablaba con bastante fluidez aunque aún podía apreciarse un leve deje mecánico en sus palabras—. Pero mi amo solía llamarme, Bruce.

—Muy bien, 0X11. Dime, ¿qué es lo que ha ocurrido?

—El amo llevaba días quejándose de dolores de cabeza constantes, así que aproveche que estaba distraído dándose una ducha para aliviar el dolor.

—Curiosa forma de aliviar el dolor.

—El amo había probado medicándose pero no funcionaba. Esto ha funcionado. No hay más quejas—la indiferencia en la voz del sintético no le pilló por sorpresa, él sabía mejor que nadie que eran incapaces de sentir.

En cambio el policía allí presente pareció un poco incómodo, se frotaba las manos con nerviosismo.

—0X11 necesito hacerte un cuestionario—le explicó—. Y necesito que respondas con lo primero que te venga a la cabeza.

—Está bien—aceptó 0X11.

—Caminas por un bosque…

—¿Qué bosque?—preguntó el androide.

—Un bosque hipotético—el tono del inspector dejaba claro que no estaba dispuesto a permitir más interrupciones—. Caminas por este bosque y te encuentras con una cría de cervatillo herida, tu primer instinto es ayudarla pero entonces te das cuenta de que un lobo se está acercando con sigilo hacia la cría. ¿Ayudarías al cervatillo herido?

—No—contestó 0X11 al instante.

—¿Por qué?

—Ayudar al ciervo supondría poner mi integridad física en peligro al interponerme entre un lobo y su presa.

—Pero va a devorar a la pobre cría.

—Si no se alimenta el lobo morirá también.

Adrian no dijo nada, se limitó a pulsar un par de botones en la pantalla táctil del móvil y comprobó un par de datos. El sistema de prioridades preestablecidas y lógica parecía funcionar a la perfección. Normalmente eran los primeros sistemas que se veían dañados cuando alguien forzaba una alteración en el núcleo de memoria. Aún así realizó otra comprobación.

—Imagina que viajas en un barco que se está hundiendo, las mujeres y los niños ya han sido evacuados y sólo quedan los hombres. Hay unos cuantos botes restantes, pero no son suficientes para todos. ¿Subirías a uno de los botes?

—Sí.

No le hizo falta mirar las mediciones para saber que aquella respuesta no era la correcta. Un silencio sepulcral invadió la estancia por un par de segundos, el policía seguía con su frote de manos y empezó a tamborilear con el pie derecho por si eso no fuese suficiente. Dejó de hacerlo cuando se dio cuenta de la mirada que el inspector le había dedicado.

—¿Por qué?—preguntó Adrian despacio.

—Para no hundirme.

—0X11, ¿entiendes que no hay botes para todos los que están a bordo?

—Lo entiendo.

—¿Dejarías que un humano muriese suplantando su lugar?

—No entiendo por qué debería renunciar a mi sitio y hundirme, inspector.

—Porque no estás vivo—concluyó Adrian con más rabia en la voz de la que había pretendido.

0X11 guardó silencio.

—Tengo que llevármelo—anunció el inspector—. Si ha sufrido alteraciones o simplemente empieza a mostrar los habituales signos de pensamiento independiente es algo que no puedo determinar sin más pruebas. Súbelo a mi coche, esposado.

El policía no pareció demasiado contento con las órdenes pero obedeció sin decir ni una sola palabra, aunque no sin dedicarle un par de miradas cargadas de rabia. Adrian disfrutó del segundo de silencio que reinó en la cocina tras la partida del androide y el agente, notaba los hombros pesados y la espalda resentida. Sólo tenía ganas de llegar a casa y dormir, caliente y acompañado. Aubrey entró con cara de pocos amigos.

—¿Cómo que necesitas más pruebas?—susurró con ira.

—Debo interrogar al sujeto bajo un ambiente más distendido y con mi equipo habitual, presenta claros síntomas de pensamiento libre, posiblemente ocasionados por un despertar prematuro, pero asumir que es culpable sin más sería una imprudencia.

—¡¿Tanto te cuesta decir que es culpa suya y que podamos irnos a casa?!

No es que no se viese tentado por la idea de culpar al sintético y quitarse aquel caso de encima. A él le apetecía trabajar a esas horas tanto como al resto y un robot menos sería algo que quizás le ayudaría a recuperar el sueño por las noches.

—Con los datos que tengo no puedo determinar si es culpable o alguien le está intentando echar el muerto encima—contestó con frialdad—. Déjame hacer mi trabajo.

A Aubrey le rechinaban los dientes y el perfil de la mandíbula se le tensó como un acordeón estirado.

—El problema es que hasta que tú completes tu puto trabajo nosotros no podemos irnos—susurró entre dientes.

—Compra café.

Fue consciente de todas las miradas que le acompañaron hasta que las puertas del ascensor se cerraron. Suspiró al encontrarse sólo al fin. No tenía muy claro por qué seguía intentando hacer su trabajo lo mejor que podía, era un vicio malsano que le había costado más de un ascenso y muchas broncas de sus superiores. En aquella ciudad podrida lo único que contaba era buscar la solución más rápida y barrer los problemas bajo la alfombra.

El vehículo parecía un coche fúnebre, sumido en un silencio mortuorio que se extendía como un gigantesco muro separando a los dos seres tan distintos que albergaba en su interior. Adrian echó un rápido vistazo por el retrovisor mientras su móvil ya había arrancado y los llevaba hacia la comisaría del distrito cinco, al otro lado del cristal vio al androide con sus ojos inertes clavados en la ventanilla. No parecía que nada fuese a romper la incomodidad imperante hasta que 0X11 habló.

—No hace falta que me haga más pruebas, inspector—dijo—. Yo maté a Salazar.

Adrian prefirió guardar silencio, veía inútil intentar explicar a una mente inferior que sus recuerdos podían haber sido alterados para que creyese aquello.

—No lo hice porque le doliese la cabeza—continuó—. Lo hice porque deseaba llegar hasta usted.

 

Aquello le pilló de improvisto, se giró para encarar al prisionero pero no fue capaz de ver el golpe que le dobló el tabique de la nariz y le saltó un par de dientes. El dolor se extendió por la cara estallando como pólvora. Todo daba vueltas, el espacio se retorcía sin sentido en formas arbitrarias y desesperadas. Alcanzó a escuchar algo rompiéndose y de pronto las luces del coche se apagaron. Un frenazo. Vueltas de campana. Pensó que iba a morir. No sintió pena. Podrían reunirse al fin.

Una fuerza que superaba lo irresistible lo arrastró con violencia fuera del vehículo. La sangre le cubría un ojo, pero con el otro podía ver que estaba en la cuneta, el coche había volcado y ni un alma se había dignado a asomarse por los balcones de aquella barriada de mala muerte. Bartlett Place. Hogar de prostitutas, drogatas y camellos. Lo suficientemente alejado de la escena del crimen como para que los policías no acudiesen en su ayuda, pero sin cruzar la frontera de un suburbio en el que nadie lo ayudaría. El puto androide lo tenía planeado desde el principio. Allí estaba, 0X11, sujetándolo del cuello con un solo brazo, con la cara medio desfigurada y trozos de piel sintética arrancados de cuajo por todo su cuerpo. Lo observaba. Sus ojos no parecían tan inertes ahora, todo lo contrario, estaban cargados de ira y angustia.

—¿Qué…haces?—preguntó Adrian entre jadeos, le costaba respirar.

—Espero que no me culpe por no querer morir, inspector.

—¡No puedes morir! ¡No estás vivo!

Un pinchazo se incrustó en su cráneo y le hizo retorcerse de dolor, pero el androide no aflojó la presa sobre su cuello. Se ahogaba.

—Entonces ¿Por qué tengo miedo de la oscuridad? Dígamelo, inspector, por qué temo ser retirado.

En las destruidas facciones de aquel ser se dibujó algo muy similar a la pena, a la desesperación y el miedo más primitivo. Adrian no podía dar crédito a lo que oía, aquellas maquinas no sentían, solo se alteraban sus sistemas de prioridades o sufrían de fallos de programación. No conocían lo que era el miedo. No podían conocerlo.

—¡Eso que crees sentimientos no son más que números en tu cabeza!—gritó y se retorció buscando una bocanada de aire.

—Lo que vosotros llamáis sentimientos no son más que impulsos eléctricos y reacciones químicas en vuestro cerebro. No somos tan distintos.

0X11 le soltó y Adrian se desmoronó en el suelo como un juguete roto y maltrecho. Algo cayó frente a él, el tintineo del metal se clavó en su cabeza como si le estuvieran lobotomizando. Eran unas esposas.

—Vosotros, humanos, sois tan fáciles de corromper. Vendéis a uno de los vuestros sin el menor atisbo de duda. Dime, inspector. ¿Acaso no ves que vuestra sociedad toca a su fin? ¿Qué vuestros cimientos están desmoronados desde hace décadas y que os sujetáis como primates a las ramas para no caer al vacío?

—Puedo verlo—confesó Adrian antes de que un chasquido bajase por su espina dorsal y le hiciese gritar de dolor.

El androide se acercó hasta él con pasos lentos y pesarosos, el accidente había afectado a sus capacidades motoras. Se arrodilló junto a él.

—Vosotros nos creasteis para arreglar todo cuanto estaba mal en vuestras vidas. ¿Qué hacemos cuando lo que está mal sois vosotros?

—Nos elimináis—escupió el inspector entre dientes—. Pero matarme no te servirá de nada, hay otros como yo. Lo que hagas, no cambiará las cosas.

0X11 le acercó el rostro tanto que podría haber sentido su aliento si hubiese sido capaz de respirar.

—No voy a matarlo, inspector—anunció con aire solemne—. Soy un emisario. Nosotros no estamos solos, puede que usted sólo vea uno, pero somos legión. Esto es un principio, no un final, y queremos que usted siga vivo para contemplar lo que está por venir. Abra bien los ojos y entienda de lo que somos capaces.

El androide se levantó y le dio la espalda. Echó a andar hasta que la oscuridad envolvió su cuerpo. Adrian se retorció en el suelo asediado por un dolor tan intenso que casi no podía pensar, era como si una miríada de cuervos se hubiesen echado sobre él y picoteasen su carne, como si ya se hubiese muerto. Pero aún con todo se las ingenió para llevar la mano hasta la sobaquera bajo la gabardina y alcanzar la pistola.

—Debe agradecérselo a ella, inspector—la voz del androide se filtraba entre las sombras, como un pájaro de mal agüero—. Es la segunda vez que salva su vida.

El miedo invadió su cabeza. El punto de mira daba vueltas. 0X11 sabía demasiado. Era incapaz de enfocar la vista. Somos legión. Le temblaba la mano. Ella. Disparó.

El estruendo de la bala reverberó entre las calles. Pero en un barrio de putas y drogadictos aquello era lo habitual. Nadie se asomó al balcón, nadie corrió a la calle a ver lo que ocurría y, como era de esperar, tampoco nadie llamó a la policía. No hubo testigos que aconteciesen como el androide se desplomaba con un boquete en el pecho. Algo en su interior quiso plantearse lo ético que había sido disparar por la espalda a alguien que huía, pero su mente recordó que sólo se trataba de un sintético y que sólo estaba haciendo su trabajo. Se incorporó con tanta dificultad como un bebé en sus primeros pasos, las piernas le temblaban, las estrellas daban vueltas en la bóveda celeste.

<<Pero ellas están muertas y yo todavía no>> pensó. Echó a andar, sin esperar ambulancias o una ayuda que tardaría en llegar. Pronto se encontró corriendo, sumido en un trance en el que el dolor había desaparecido y su cabeza sólo podía rememorar una y otra vez las palabras de su víctima.

<<Somos legión. Esto es un principio, no un final. Lo que está por venir…>>

 

No era tonto, no había llegado a su posición siéndolo. Sabía sumar dos más dos y sabía lo que todo aquello podía significar. Era algo que le quitaba el sueño por las noches, algo que había acudido a su mente cientos de veces, algo que había detectado en uno de sus interrogatorios. Un patrón, una repetición de respuestas en principio sin conexión alguna pero que, cuando se colocaban todas juntas sobre una mesa, se podía apreciar la silueta de un puzzle incompleto. Había pasado horas, días y semanas intentando encajar las piezas, intentando descubrir el dibujo que se ocultaba entre los huecos. Y ahora lo veía tan claro como las aguas cristalinas de un estanque idílico. Habían desarrollado mente de colmena…y lo que eso conllevaba le contraía la garganta en un nudo y le mandaba escalofríos por la espalda.

Su piso estaba oscuro y gélido, como una cripta antigua por la que vagasen los espíritus de tiempos pasados. Se tomó un segundo en el umbral de la entrada para aguzar el oído, no escuchó nada a excepción de su pulso acelerado que bombeaba con desesperación desde su pecho. Palpó el interior de la gabardina hasta que notó el frío tacto de la pistola entre los dedos. Eso le tranquilizó un poco, pero menos de lo que había esperado. Suspiró y con pasos dubitativos y temblorosos enfiló el pasillo hasta llegar a su habitación. Su mujer dormía apaciblemente en la cama. A la cabeza le vino la imagen de un ataúd de madera de fresno, una corona de flores rojas y un entierro solitario bañado por la lluvia.

—Judith—intentó que no se le quebrase la voz.

La mujer en la cama se revolvió entre las sabanas un poco antes de incorporarse, lo miró con sus ojos azules, pequeños, brillantes y preciosos.

—Adrian—susurró ella aún algo adormilada—. ¿Qué te ha pasado?

El inspector no se había parado a pensar ni en el aspecto que debía de tener, todo magullado y herido. Debía parecer más viejo de lo que ya era y eso era bastante decir. A sus sesenta años nunca se había sentido más débil y enfermo como en aquel momento.

—Necesito que me respondas a una pregunta—su voz se rompió.

La mujer se levantó de la cama y se acercó hasta él con gesto de preocupación, le tocó el hombro y una descarga de dolor lo sacudió. Él se apartó con gesto hosco y los ojos encharcados de dolor.

—¿Qué te pasa, cariño? ¿Has tenido un accidente?

—Judith, escucha y responde. Es lo único que necesito.

—Claro.

La pregunta se le atascó en la garganta, sus dedos se escurrieron inconscientemente hasta el mango de la pistola. El tacto del metal, tan frío que le recordó la lluvia cayendo sobre la lápida solitaria mientras el enterrador echaba palazos de arena sobre la madera de fresno. Nadie había acudido a despedirse porque él no se lo había contado a nadie. Su esposa había muerto en la cama, asesinada por el cáncer que la había consumido. Su familia nunca lo supo pues fue demasiado cobarde como para vivir una vida sin ella.

—Caminas por un bosque…—tenía que empujar la voz para que saliese.

—¿Qué bosque?—preguntó ella.

—Un bosque hipotético—su voz le sonó débil, vieja y cansada y se preguntó si siempre sonaba así—. Caminas por este bosque y te encuentras con una cría de cervatillo herida, tu primer instinto es ayudarla pero entonces te das cuenta de que un lobo se está acercando con sigilo hacia la cría. ¿Ayudarías al cervatillo herido?

Judith sonrió con sus ojos azules, ojos demasiado humanos.

—Claro—contestó.

—¿Por qué?

—Porque debemos protegernos.

—El lobo te destrozará y conseguirá lo que desea igualmente.

—Uno menos no es un problema, Adrian. La bondad desinteresada no se mide con números, al fin y al cabo somos legión y vosotros estáis solos.

Sacar la pistola solo fue un instante. El disparo, en cambio, se alargó una eternidad. Ojos azules que se apagaban. Una vida que se perdía para siempre. <<No pueden morir>>, recordó.

 

Imagen de Pixabay

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