Al otro lado de pórtico, abajo, muy abajo, los campos habían sido reducidos a ceniza. Las pequeñas figuras humanas se retorcían en el suelo, abrasadas por la lluvia de fuego divino que acababa de caer sobre ellos. Uno de los Dioses Menores lloraba ante el panorama desolador.
-¿Cuánto va a durar esto?- susurró.
-Tanto como me plazca- la imponente voz de trueno de su padre lo sobresaltó-. Les recuerdo que no deben dejar de adorarme.
-Pero Padre -Tat-Hogsta imploraba piedad con la mirada-, son seres inocentes.
-Son seres que Yo he creado- Jahuva parecía enfurecerse por momentos-. ¡Hago con ellos cuanto me viene en gana! Hoy me apetecía verlos arder y así lo he hecho.
Tat-Hogsta no pudo seguir aplacando su propia ira por más tiempo. Su sangre se hacía cada vez más visible a través de la piel grisácea. Una sangre de un llamativo color azul.
-¡Eres un vil tirano!- su voz alertó a sus trece hermanos, que aparecieron en el gran salón oscuro.
-Tú ¿te atreves a desafiarme? -los ojos del Padre Supremo llameaban- ¿Osas alzar la voz a Jahuva?
-Así es.
Tat-Hogsta miró a sus hermanos y estos parecieron dudar.
-Así que eso es lo que pretendes: una rebelión.
-No, Padre -Tat-Hogsta estaba lejos de serenarse, sus ojos estaban enrojecidos de pura rabia-. Esto no es una rebelión. Esto es justicia.
Tan veloz como un relámpago se abalanzó sobre Jahuva, que le golpeó con el puño, lanzándolo hacia atrás con un destello azul y plateado.
Tat-Hogsta permanecía sobre la losa negra. Vencido. Casi todos sus hermanos corrieron a protegerlo de la ira de su padre. Casi todos. Dos permanecieron junto al Dios Supremo: Kruz, el cual disfrutaba con los actos de crueldad de su padre; y Laudo, que vivía como un dócil y manso sirviente de Jahuva.
El Dios Supremo se enfureció al ver que doce de sus hijos se rebelaban. Su rugido alcanzó una potencia inaudita. Las ondas invisibles barrieron a los rebeldes, que atravesaron el pórtico cayendo al vacío.
Tat-Hogsta sonreía mientras caían hacia el océano. Impactaron estrepitosamente contra el agua. Pero, lejos de lamentarse, Tat-Hogsta se carcajeaba, flotando boca arriba.
-¿De qué te ríes, hermano? -preguntó Viyna.
-Mira -Tat-Hogsta abrió la mano.
-Pero qué… -los ojos del fornido hermano de Tat-Hogsta brillaron al contemplar la pequeña piedra que sostenía el Dios Menor en la mano, todavía tumbado sobre el agua.
Sabía que no podía vencer a su padre en un combate. Era muy inteligente. Pero fue su mejor ocasión para arrebatarle la oportunidad de crear a más seres condenados al sufrimiento.
-Es la creación.
El resto de sus hermanos se pusieron en pie sobre el agua, sin saber bien qué decir. Tat-Hogsta se levantó también y, después de besarla con orgullo, lanzó la piedra tan lejos como pudo.
Durante unos segundos creyó que no lo había hecho bien. Pero la duda se disipó cuando de lo más profundo del océano emergió un tronco de gigantescas proporciones. A su alrededor, ramas retorcidas crecían pegadas a su envergadura, entrelazándose por la parte más alta. Este milagro estaba desembocando en una enorme superficie situada en la copa de aquel tronco sin hojas. De los bordes caía una interminable masa de agua, que encabritaba el océano en varias leguas alrededor.
En pocos minutos, un nuevo mundo había nacido del mar. Un mundo creado por Tat-Hogsta, ayudado por sus hermanos, a los que se dirigió.
-Vamos, Kalpana nos espera.