Tiempo muerto para Alí, de David Benedicte


La de Lavapiés es una pequeña plaza abierta y hay en ella olor de frenética existencia. Un olor a sol descubierto, a sudor y a suciedad, a diálogos extintos, a interrogaciones en las bocas cerradas, a preciosa luz que obliga a cerrar los ojos cuando se busca el rastro inmaculado de alguna nube perdida. En ciertas ocasiones, un silencio terrible llena, de repente, el aire. El sol ahora se va, por un instante, y Madrid queda enteramente pobre. Se está escribiendo la vida en una página nueva en aquella plaza. Se está describiendo la muerte.

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Este mundo casi secreto y clandestino –el del imán Suhayl que ahora permanece atónito frente a la pantalla de televisión y el del municipal secuestrado en el cuarto de estar donde se han reunido todos los Habibi– contrasta con lo que hoy se vive en las calles de Lavapiés, que es también una catacumba amarga, tosca y violenta; un sótano cruel y salvaje, como una terrible mezquita amenazada de derrumbe por los efectos de la historia. Lavapiés es un barrio que rápidamente identificamos esta noche con los juanrulfianos Luvina y Comala, un no lugar poblado de zombis y de locuaces fantasmas que pasan costo en los bares. Un submundo invadido, ocultado por la niebla de un mar invisible y por el humo de las fábricas.



[Ediciones B]

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