Para Aitana, que se graduó de kínder como su papá.
“El niño salta, va, viene, se equivoca de rama, vuelve a saltar,
dice la a, la e, ríe con la i, se asusta con la u, vive”.
Francisco Umbral, Mortal y rosa.
Como siempre, mi mamá rescató de sus recuerdos guardados en cajas, una foto de la maestra Carmen, una mujer de cabello corto, piel canela y ojos brillantes. Junto esa mujer hermosa, un niño flaco sostiene un diploma y viste capa y birrete celeste, con cara de timidez. El niño, a su pesar, se ha convertido en el adulto que soy.
Miro agradecido a diario en mi mesa de escritor esa foto que no presagia el presente que ahora es. Me pasa como a Daniel Pennac, solo que con menos glamour literario. Y los recuerdos vienen, y las letras y los cuentos, y la maestra Carmen pide silencio y atención: la letra “U”, explica, es la cuerda con la que salta una niña, y yo la miro fascinado. Habla con voz melodiosa, entonando con dulzura cada palabra, buscando en su imaginación el ejemplo preciso para enseñarnos las vocales y la “E” tiene el palito del centro más cortito, y yo maravillado. Carmen fue mi maestra de kínder en la Escuela Primaria Don Bosco y me gustaría verla para darle las gracias y preste atención, me dice con firmeza cariñosa: la “A” tiene las patitas abiertas. Dígame una palabra con “A”, me pide: Aitana, le contesto.
La última vez que vi sus brillantes ojos negros fue durante las Fiestas Patrias de 1984. Desfilaba yo con una banda tricolor que me cruzaba el pecho, era Cuadro de Honor del Técnico Don Bosco. Con mirada marcial hacia el frente y fustigando con cada paso el adoquinado, marchaba por el Casco Viejo. Pasada la Presidencia, y de entre el gentío, una mano me saludaba con urgencia temiendo que no la viera. Era ella sin duda, la maestra Carmen, pero no ve que le estoy haciendo señas, me dice preocupada: está usted muy distraído esta mañana, ¿qué dije de la “I”?, pregunta para saber si estoy atento. “Que es como un soldadito maestra: derechita y con un puntito arriba”. A ver, ¿quién me dice, —pregunta a todos en el salón de clase—, qué letra falta? La “O”, contestamos con voces ruidosas.
Oscuridad sin esas cinco letras es lo que pienso ahora que soy escritor, en estas fechas en las que ando colgado de un sueño tejido de palabras y obsesionado con personajes muertos y en blanco y negro, dormido sobre libros en largas noches de insomnio y lecturas: oscuridad sin esas pocas letras me digo ahora, ahora dibuje en el tablero un oso con la “O”, me pide la maestra a ver si me la sé. Uso muchas para dibujar cara, orejas, ojos, boca: todo en un oso se dibuja con la “O”, decía. Vamos a decir las cinco vocales todos juntos. El coro de chiquillos entona como una letanía las vocales: A, E, I, O, U, ¡el burro sabe más que tú!
El día de la graduación nos hicieron una foto a cada uno, una Polaroid instantánea de aquellas tan modernas. Aitana se hizo una con Luis, su maestro, que le enseñó las vocales y a leer. Sonríe con timidez como su papá, pero sin capa ni birrete, su maestro sonríe también, son cómplices de letras. Se echarán de menos.
Mi foto de graduación preside mi mesa de trabajo, un niño flaquito portando un diploma junto a una mujer hermosa, piel canela, sonrisa tierna y ojos brillantes. Carmen no sé qué se llama la maestra que me enseñó las vocales. No sé dónde andará para darle las gracias, pero sin esas primeras letras aprendidas, oscuridad, seguro que oscuridad.
Por distraído, ahora se queda sin recreo, me dice la maestra.