ILDEFONSO RODRÍGUEZ
(Veredicto Final)
Doy mi testimonio, de lectura, de memoria. Lo compartido y lo que no puedo compartir: soy de otra generación, en los happy ochenta intentaba tocar la misma música premoderna que sigo tocando hoy, el jazz libre e improvisado. (Pero, ay, los sesenta, ahí sí que… ” Imagínate en una barca por un río, árboles con mandarinas y cielos de mermelada…”. Those were the days, oh los ácidos y los Hendrix de antaño… Yo, que fui un rolinga con pantalones de terciopelo escarlata… Sólo que después me dio por el saxo y las penumbras de otros mitos).
Así que no se trata de. De lo que se trata: de haber entrado juntos en esa taberna de la Hammer (¿o era aquella de El baile de los vampiros?), haber sido invitado a subir a una habitación voladora, traer a la boca nombres olvidados, rebuscar en anaqueles, ensoñar una vez más con cierta mercería del otro mundo. Siempre ante un umbral, tembloroso: queriendo ocultar un secreto, como el regresado al hogar en el relato de Kafka. ¿Cuál es el secreto de quien escribe, de quien lee unas memorias? Aquello que, precisamente, Walter Benjamin atribuyó a Kafka: un madriguerismo radical. Nostalgia es palabra más temible: el dolor del camino de vuelta. Pero duele y, entonces, uno se hunde más en su madriguera. Uno se encierra e inicia un severo programa de infantilización: lapiceros de colores, boca sin dientes, papillas. De vez en cuando sale a jugar con los amigos, imagina un nuevo Decamerón, un refugio común para las noches terminales (la peste ya está en Florencia). Todos los juegos son perversos. ¿Qué mal hay en el regresado, en el revenant? Creo que la regresión es un deber del adulto: renunciar al poder mortífero.
A ese hombre otoñal se le ha visto pegado al escaparate de una zapatería de la Calle Ancha, eclipsado, buscando aquellos botines que calzó en la otra vida para dar vueltas y más vueltas en la pista del Club 12.
Ese adulto regresado, reencarnado, revenant, he sido y soy yo, querido Vicente, leyendo tu libro.