La buhardilla, por llamarle de alguna forma, es vieja, fea y sin comodidades. Cualquier adjetivo peyorativo valdría para definir parte, o un todo, de la vivienda. En apenas veinte metros cuadrados se distribuyen un diminuto cuarto de baño, una cocina encajada en cuatro baldosas, y una especie de habitáculo que lo mismo sirve de salón que de dormitorio, según convenga. El mozo que me ha ayudado con la mudanza se acaba de ir y el poco espacio que ofrece la estancia está ocupado por unas cuantas cajas sin desembalar. Cuando la encargada del alquiler me enseñó este sitio, la luz diurna entraba por las ventanas y no me pareció tan deprimente como ahora, que lo veo bajo el tenue resplandor de una bombilla. Voy al baño. Hay una telaraña enorme que se despliega desde el techo hasta ambas paredes. Miro por los rincones intentando localizar al artífice de tan colosal obra. No le tengo miedo las arañas, no obstante, por el tamaño de su tela conviene ser precavido. Alargo el brazo para coger la escobilla del váter y con ella retiro las hebras. La araña no aparece por ningún lado, y eso que la busco detrás del lavabo y del retrete. Finalmente desisto. Después de todo un día de ajetreo me siento cansado y quiero acostarme. Para desplegar el sofá-cama tengo que dejar sitio libre, así que apilo las cajas junto a la pared. Una vez extendido el colchón, me tumbo sobre él y me quedo mirando al techo. Un techo desconocido, que con el paso de los días, supongo, iré haciendo mío. Me enciendo un cigarro y fumo mientras espero a que vaya llegando el sueño. El cuerpo me pide descanso, pero la cabeza no deja de plantearme preguntas para las que no valen respuestas. Qué feas se ven las cosas cuando el futuro está iluminado con una bombilla de cuarenta vatios. El cansancio hace mella y, finalmente, duermo.
Me despierta el aroma del café que llega de las cocinas a través de los patios interiores. Salto de la cama y me acerco a la ventana para contemplar la arquitectura de los tejados. Una llanura de tejas sembrada anárquicamente de antenas y chimeneas. Suena el móvil. Es ella. El pulso se acelera y me tiemblan las manos. Me armo de valor y contesto lo más fríamente que puedo.
- ¿Sí?
- ¿Cuándo vas a venir a recoger el resto de tus cosas?
- Me he traído todo lo que necesito, con lo demás puedes hacer lo que quieras.
- ¿Estás seguro?
- Sí.
- Por cierto, acuérdate de que pasado mañana firmamos los papeles. No faltes.
Le digo que iré, aunque no pienso hacerlo. Después de colgar me acerco al baño. Al entrar me llevo por delante una telaraña. La fibra se adhiere a mi cara como una segunda piel. Me urge orinar y es lo primero que hago. A continuación me quito los hilos de la cara y con la escobilla retiro los que quedan en las paredes y en el techo. Nota mental: comprar insecticida.
Una vez desembaladas las cajas y ordenado cada cosa en su sitio, la buhardilla empieza a parecer un verdadero hogar. Aunque la tarea me ha costado casi todo el día, me siento satisfecho con el resultado. Además, estando ocupado evito pensar demasiado y quebrarme la cabeza con problemas que ya no tienen solución. Es hora de preparar la cena. Lo dispongo todo. Esta será la primera vez que cocine en esta casa. Haré algo especial y para celebrarlo abriré una botella de vino.
No tendría que haber bebido tanto. El alcohol no me sienta bien. Mis borracheras nunca han sido divertidas. Que yo recuerde, siempre que me he pasado con la bebida lo he terminado pagando, agobiado en un embudo de mareos, dobles visiones y confusión. Corro hasta el retrete para vomitar. Un acto que para mí es un verdadero suplicio. Una tortura en toda regla que me hace sudar como un cerdo y retorcerme de angustia e impotencia. Una vez expulsado del cuerpo todo lo que el estómago se niega a digerir, llega un momento de respiro. Me seco las lágrimas y las babas. Frente al espejo veo mi rostro demacrado y a mi espalda: una nueva telaraña. De pronto siento un odio desmedido hacia la araña. La busco para acabar con ella, pero no aparece. Sin embargo, sus hebras son una prueba fehaciente de que anda por aquí. Miro detrás del espejo, debajo del lavabo, en cada recoveco… Antes de que me domine la ira, consigo tomar aire y contar hasta diez… Con la cabeza fría veo la solución; si quiero que la araña se marche tendré que dejarle una vía de escape, así que abro el ventanuco del baño y me voy a dormir.
Me despierto con un agudo dolor de cabeza y un malestar en el cuerpo que roza la enfermedad. Para más inri, en cuando pongo los pies en el suelo suena el móvil. El timbre es el equivalente a una broca taladrándome la sien. Me abalanzo a por el aparato. El que llama es mi abogado.
- Te recuerdo que mañana tenemos cita con tu ex.
No le digo que no voy a ir.
- Descuida, lo tengo presente.
- ¿Quieres que quedemos media hora antes para darle un repaso a los papeles?
- No, ya está todo repasado. Prefiero acudir directamente a la cita.
- Ok, nos vemos entonces.
Es en momentos como este cuando tomo conciencia de que soy un fracasado, un tonto del culo que no se entera de qué va la movida, un gusano insignificante, prescindible, mortal, un ser despreciable que no merece ni el aire que respira. Me digo que todo es por culpa de la resaca. Pero no. Sé perfectamente que estoy acabado y llevo las de perder, sea con resaca o sin ella. Necesito una ducha que me limpie el sudor y los malos pensamientos. Al entrar en el baño veo una telaraña que se extiende desde el techo hasta las paredes. En medio cuelga una especie de envoltura compacta del tamaño de un puño de la que sobresale el ala de un murciélago. Es una declaración de principios por parte de la araña. Al menos, así lo entiendo yo. Con la ejecución del murciélago la araña me está diciendo que no se va a mover de aquí, que este es su sitio y, pase lo que pase, lo seguirá siendo. Mi primer impulso es destrozar la telaraña, pero me siento tan débil que temo quedar enredado en ella. Solo puedo hacer dos cosas: rendirme a la evidencia del enemigo y retirarme a un rincón para digerir la derrota.
Pepe Pereza, del blog Asperezas.