Ella… desnuda, inerte, liberada. Yo… aterrado, absorto, preso de la carne. La acaricio con mesura, como si tuviera que pedirle permiso, desde el rostro hasta los pies, en un último recorrido, cual beso del adiós. Mis dedos tiemblan. Ella, Romina, ahora sueña y nunca más despertará: Romina soñadora, Romina eterna.
La sigo acariciando aunque tengo en la memoria cada zona de su cuerpo. Mis dedos no dejan de temblar, ya no quiero seguir. Me detengo y separo mis manos. Respiro hondo, tomo valor y contemplo su cuerpo por última vez: Romina hermosa, Romina siempre mía. Saco la navaja, empiezo de manera temblorosa a cortar un trozo de su muslo y me lo llevo a la boca para calmar el hambre.
Nunca imaginé comerme a otra persona, mucho menos a mi novia, pero no conocía las reacciones del ser humano en una situación como esta. Estamos perdidos en las montañas, con fríos intolerables y al parecer nadie nos rescatará. Los víveres se han terminado y no es el primer día que como carne humana. Éramos varios, ahora somos dos y un cadav… Y Romina. Extiendo mi mano para darle la navaja a mi compañero, sé que tiene que alimentarse pero no estoy muy convencido. Siento que Romina, incluso así, es solo mía. Me levanto, salgo del refugio y el recuerdo que me perturba desde ayer vuelve a invadir mi mente.
—Voy a morir y terminarás comiéndome —me dijo Romina.
—No, no lo haré.
—Sí lo harás, con los demás lo hicimos.
—Pero tú eres diferente, Romina.
—Somos iguales. Sé que lo harás.
—Por favor, no te mueras.
Sus ojos azules empezaban a apagarse. Contemplé su rostro y lo acaricié mientras me decía con dificultad:
—Anoche me dijiste que querías que fuera tuya para siempre.
—Sí. Y lo sigo diciendo.
—Pues lo seré mañana o pasado mañana, cuando el hambre sea insoportable.