«¡Ahí están, ahí están!», murmuró con ansia febril y los labios exangües, cuando el trineo remontó el montículo como una flecha, dejando atrás uno tras otro los abedules. Luego comenzó a moderar la marcha y, ¡oh, felicidad!, se detuvo junto al último abedul. «¡Oh, Dios mío! ¿Acaso has decidido restituírmela? ¿Qué habrá sucedido? ¿Qué sucede en esa lejana franja iluminada? ¿Por qué se han detenido? No. Se acabó todo. Se ponen en marcha. Se van. Habrá sido ella, que ha querido detenerse un momento para mirar una vez más la casa, para decirle adiós con la mirada. O acaso ha querido cerciorarse de que yo, su Yura, estoy en camino, que me he lanzado tras ellos. Se han ido. Se han ido.»
«Adiós, Lara, hasta que nos veamos en el más allá, amor mío, adiós, eterna alegría mía, infinita, inextinguible. –Ya había desaparecido–. No te veré más, nunca más, nunca más en la vida, no te veré nunca más.»
Feliz Cumpleaños, tata.