Mi madre tiene las manos grandes

Ya se han encendido las luces y los cigarrillos. Despierto, como lo hace alguna muerte: ese olor en la claridad de los ángeles que revolotean. Sertralina, las manos de mamá siempre en su ritmo lento, dorado. Quién te habló mientras dormías, Noelia. Qué voz masculina trajiste de amuleto para saciar la herida. Ah, la herida, esa tierra fresca untada desde la infancia como el desamparo. Me siento en la cama en mi ritual funerario de permanecer un tiempo inmóvil frente a ella, no tengo pijama, sólo un vestido floreado pegado a la piel al que se le caen los breteles de tan gastados. Miro a mi madre mientras me da la pastilla. Como si esto pudiera curarme, mamá, como si la vida fuera abrir las manos y recibir en ese gesto terrible del rostro, la humedad de los ojos groseros, el agradecimiento por nada y el abrazo, no te vayas: son los días en que quiero morir de tanto haber muerto. Mamá, vos tenés las manos grandes para acunarme mientras voy cayendo a otro sueño, el que me lleva lejos desde hace tiempo, el que me absorbe en su amor. Si yo muero, mamá, no importa otra cosa que sujetarme el cuerpo, extender las manos por la espalda, acomodar los huesitos entrañables. Ya no tendré ataques de ansiedad, histeria, depresión, alucinaciones, dolor de cuerpo del destino. Soportá el peso de mis hombros -mis dos estrellas tatuadas, mi para siempre curva de la adolescencia-, mis brazos en cruz, mi pecho abierto escapándose a patadas que daré en pequeños temblorcitos. Si yo muriera, mamá, agarrá mi cara y guardátela en la cartera, para llevarme adonde quiera que salgas, así, y de todas las formas, estaremos unidas: vos con tu galope de caballo viejo hacia el imperio que construiste sobre un dios, y yo, gritando por favor debajo de dios.