No me preguntéis cómo, pero me partí la nariz con un piano. Esa era la principal razón por la que nunca entraba en el salón de la casa, obligándome a comerme mis buñuelos en la escalinata marmórea. Tal era mi terror a los pianos que, cada vez que me encontraba a mi vecino, a unos acres de distancia de mi mansión, paseando a su bebé elefante, el marfil de sus colmillos me hacía salir despavorido en dirección contraria. Por los alrededores de mi hogar todavía se pueden recolectar algunas cosas valiosas que se me fueron cayendo de los bolsillos durante mi huída.
Esto sucedía al ver aquellos colmillos incipientes de infante paquidermo, pero cuando alguien sacaba el tablero de ajedrez de mi abuelo, ese que era de ébano con figuras de hueso, el terror hacía piruetas entre los finos hilos del pánico. Pero el miedo evolucionó, no se quedó sólo en la superficie del piano, penetró profundo y empecé a desarrollar un odio irracional al negro y al blanco. Desde entonces sólo visto de colores.
Y más habiendo amanecido ese día de sol primaveral. Sentí la necesidad de abandonar esos ropajes oscuros y cambiarlos por camisas y pantalones de tonos luminosos cuajados de colores brillantes y alegres para huir de esa sensación de encierro agónica y claustrofóbica y fundirme con el bullicio de la calle repleta de ruidos y prisas. Bajé corriendo por las escaleras de madera decrépita y carcomida, iluminada apenas por una bombilla desnuda que pendía del techo amarillenta, polvorienta y sembrada de cadáveres de moscas pegados en su cristal, lanzándome hacia la puerta que refulgía en sus cristales esmerilados.
Los colores que más me gustaban eran sin duda el verde mar y el azul hierba, colores que la gente confundía. No entendía cómo alguien no podía distinguirlos, cuando sin duda la diferencia era abrumadora. No podía más que corregir a la panda de daltónicos que no hacían más que ofender mi inusual vestimenta.
Mi vista era a los colores lo que el oído de mi abuelo al piano. Tarde a tarde resonaban en el salón las terroríficas teclas monocolor mientras componía y refinaba aquellas agradables melodías que surgían de su cabeza. Mi abuelo insistía en que le ayudase escuchando cual erudito espectador para darle mi opinión sobre su trabajo. Entonces yo, desde el vestíbulo, atribuyendo a cada nota una tonalidad de luz, le coloreaba los grafos musicales para indicarle lo que me atraía de aquellas creaciones. Entonces mi abuelo sonreía y trataba de remendar sus partituras con aquellos sutiles tonos de color.
La cosa se complicó cuando empezó a interferir en las comidas, sólo podía comer cosas de color verde, algo que afectó mucho a mi tránsito intestinal. Pero era bueno para mi salud. Todo mi personal de servicio se vio implicado, pues preferí que no entrara otra clase de alimento en mi casa, lo que les hacía compartir mi dieta, algunos prefirieron marcharse, a otros en cambio les pareció una muy buena idea.
Pero un día que entré sin avisar en la cocina descubrí que el servicio estaba cocinando una coliflor y mi mundo se vino abajo, salí despavorido y en mi huida precipitada perdí un zapato. Al día siguiente les despedí sin contemplaciones. Pero no solo quedó ahí mi pavor al blanco y negro sino que me impedía salir de casa por miedo a encontrarme a gente vestida de esos colores, tampoco podía leer libros por la misma razón, de modo que me convertí en un ermitaño viviendo en una casa que mandé pintar de azul y verde. Solo escuchaba música, y así pasaban mis días entre sonatas de Chopin y arias de Wagner, que me emocionaban. Las quise compartir bajo la estricta norma de que mis invitados solo vistieran de azul y verde.
Cierta vez, mi querida vecina, la señora Evans, se presentó en mi casa vestida de un color diferente. Era un color que no sabía clasificar dentro de mi escueto círculo cromático. Le pregunté curioso qué color era ese y por qué lo llevaba en mi casa sabiendo de mi aversión a un color que no fuese ni el verde ni el azul; a lo que ella contestó, que era un cálido color coral y que se lo había puesto porque la hacía sonreír y sentirse bien. Desde aquél día incluí un color más en mi vida aunque mi miedo hacia el blanco y el negro continuaba candente dentro de mí.
Pero hasta de las fiestas tuve que prescindir, ya que no habiendo pasado ni una semana de mi última reunión comencé a temer a los jueves y a los martes, qué decir de los domingos, no podía ni nombrarlos. Por lo que en mi semana aparecían dos lunes, dos miércoles y un día sin nombre. Los sábados me producían una leve urticaria. Los días pares también: los borre de mi calendario. Hasta los de la casa de reposo vinieron a buscarme, pero como no pudimos quedar pasaron de mi. Peor para ellos.
Dicen que los traumas marcan, pero a mí me parece una soberana memez. ¿Crees que mi miedo al piano de verdad me limita? ¡Bah! Soy el hombre más libre del mundo. Como todo el brócoli que quiero. Hasta espinacas y judías verdes si se tercia y no es martes, jueves ni fin de semana. Y, ¿sabes? Alguna vez he tonteado con la idea de aprender a tocar la guitarra, pero un primo mío se partió la falange en el intento. La música no es buena, no. Pasa lo mismo que con el deporte. ¿Y qué me dices de la cultura? Me pasaría la vida leyendo si no fuera porque mi madre se abrió la cabeza con el tomo II de El Quijote. Por eso, queridos amigos, sed libres y haced cuanto os plazca. La vida es corta para andar pensando en desgracias…