Hace 8 siglos un dominico italiano recopiló una serie de leyendas de santos y sentó las bases de una gran parte de la iconografía mitológica occidental. Incluía lo de San Jorge y el dragón. El dragón no existió y San Jorge casi seguro que tampoco pero qué más da si, gracias a estas locuras, podemos disfrutar de un puente a finales de abril (yo me voy a Peñíscola).
El caso es que también por el siglo XIII los germanos se inventaron El Cantar de los Nibelungos al que los fans de Tolkien tanto deben.
¡Olé tus huevos, Sigfrido!
El Cantar de los Nibelungos es un poema de héroes, princesas, traiciones, venganzas, violencia y muertos, muchos muertos. Su protagonista, el valiente e intrépido Sigfrido, consigue un inmenso tesoro al acabar, gracias a su espada Balmung, con un malísimo dragón, de nombre Fafnir, que custodiaba las riquezas de los Nibelungos, un pueblo de enanos, expertos mineros, que vivían bajo tierra. Luego viene un casco mágico que hace invisible a su portador y un anillo para dominar el mundo… (les recuerdo que no estoy contando El Señor de los Anillos).
Wagner lo contó y lo cantó muy bien en su magistral y descomunal tetralogía operística El Anillo del Nibelungo como pueden comprobar en estas imágenes:
Pero si ustedes no son muy amigos de cromatismos musicales, les recomiendo que disfruten de otra obra maestra de otro gran artista. Me estoy refiriendo al director austriaco Fritz Lang, responsable de, al menos, media docena de Obras Maestras del Séptimo Arte, y a su también magistral y también descomunal díptico cinematográfico Los Nibelungos (1924; son solamente cuatro horas y media de película), un Clásico Imprescindible del Cine Mudo y del Cine en general.
Hoy, en honor a San Jorge y a la madre que lo parió, vamos a disfrutar de un MMC (Momento Mágico del Cine). La escena del combate entre Sigfrido y Fafnir, el dragón cuya sangre confería a quien se bañaba en ella el don de la inmortalidad. Casi nada.