Aparqué el coche en las cercanías del llamado Pueblo Español de Barcelona, museo al aire libre construido a propósito de la Exposición Internacional de 1929. Es una zona algo apartada, pero caminando quince minutos puedes llegar a Plaza España, adonde me dirigía aquella tarde. El cielo despejado parecía celebrar la venida de una nueva primavera. Yo estaba, sin embargo, de un humor regular, pensando en mis cosas o en la sombra de mis cosas, cuando ante mis ojos veo a un hombre con bastón que rondaría los 80 años, andando entre las hierbas al otro lado de una barandilla blanca de un metro de altura. ¿Cómo habría llegado hasta ahí? No tuve tiempo de averiguarlo, porque vi cómo se precipitaba por el terraplén situado a mi izquierda con tanta decisión que me hizo dudar si lo habría hecho adrede. No dio la impresión de resbalarse, sino de tirarse por un tobogán con la inocencia de un niño.
De inmediato salté la barandilla y comprobé que había caído a una altura de ocho metros. Su cuerpo yacía entre matorrales y su cara parecía una isla de sangre en mitad de la bella visión de Barcelona que se vislumbraba a su espalda. Isla móvil, en cualquier caso, pues con ayuda del bastón, agarrándose a rocas y hierbas, empezó su ascenso por la escarpada pendiente.
¿Está usted bien?, le pregunté a gritos. No reaccionó, como si mi voz se desintegrara en el aire antes de alcanzar sus oídos. Le dije que esperara, que iba a llamar a una ambulancia para que lo sacaran de ahí. No hizo ningún caso y prosiguió su intrépida escalada. Llamé al 112 y traté de explicar dónde me encontraba y lo que había presenciado. Me respondieron que acudían de inmediato y que le dijera al abuelo que se quedara quieto. Volví a repetírselo pero era lo mismo que hablar a las piedras.
Temía que se resbalara y que, cuando llegasen los servicios médicos, solo encontraran un cadáver. Lo subestimé claramente. Lento pero seguro, el anciano subía con la seguridad de un alpinista. Primero extendía el bastón sujeto con su mano derecha, lo fijaba a una roca o rama sólida, se impulsaba con él y proseguía la escalada. La sangre caía por su rostro arrugado y manchaba su jersey azul; pero no parecía nervioso, ni siquiera apurado por la situación, como si supiera que había superado escollos mucho más difíciles.
Ya solo lo separaban dos metros de mi posición. De nada sirvió vociferar que el ambulancia llegaría de un momento a otro (lo cual resultaba incierto, pues no conseguía explicarles mi posición ni a los servicios sanitarios ni a los Mossos d'Escuadra que también acudían a la convocatoria). O bien sufría sordera o estaba demasiado concentrado en lo suyo para prestarme oídos. Puesto que no podía hacer nada más que aguardar a los profesionales y rezar para que no se precipitara al vacío, me decidí con cierta aprensión a fotografiarle con el móvil. Si subo la imagen es solo porque no se le reconoce y para que veáis que no lo he soñado (mi credibilidad debe de andar por los suelos tras inventarme varias "noticias" que algunos incautos tomaron por verdaderas).
El viejo se encorajinó al ver próxima la cima de su particular ochomil. Los metros finales los escaló a mayor velocidad. En el último instante me acercó su bastón y me dijo “empuja, empuja”. Lo hice convencido de que mi ayuda era del todo innecesaria, pero también emocionado por el ejemplo de supervivencia que acababa de recibir (la tentativa de suicidio quedaba, creo, felizmente descartada).
Ya de pie junto a mí, ignoró mis preguntas acerca de su estado y solo se preocupó por recuperar cuanto antes su bastón. Se apoyó en él con ambas manos y lanzó un suspiro hacia el suelo. De pronto parecía muy triste, como si dudara si el esfuerzo había merecido la pena. Permaneció a mi lado sin mirarme, un tanto confuso. Las heridas quizá no revistieran gravedad, aunque sin duda había perdido mucha sangre y su vida había pendido de un hilo. Como para disculparse me dijo señalándose las orejas que no oía bien. La conmoción solo se manifestaba en sus ojos, extraviados en la nada, y en la sangre que encapuchaba su rostro.
No volvió a abrir la boca, quedándose inmóvil como un árbol. Oí una sirena, salí a la carretera y vi una ambulancia subiendo a toda prisa hacia el Pueblo Español. Les hice señas, se detuvieron con un frenazo y les indiqué la posición del abuelo. Los sanitarios no tuvieron más suerte que yo arrancándole palabras. Lo colocaron en una silla de ruedas, entre cuatro lo levantaron por encima de la barandilla y lo introdujeron en la ambulancia. El hombre no colaboró ni opuso resistencia. Acaso mostraba con su actitud displicente cuán superflua le parecía tanta parafernalia cuando por sí mismo se las había apañado para salir del atolladero.
Antes de irse me preguntaron de manera rutinaria por lo sucedido. Les describí cómo se había caído sin más delante de mis ojos, aunque mi sensación (esto no lo dije) fue más bien que se dirigía a un punto indeterminado del aire sin ponderar los efectos de la ley de la gravedad. Los sanitarios se encogieron de hombros y me aseguraron que ya se encargaban. El anciano desapareció en la parte trasera del vehículo como si no hubiera existido nunca.