Tuve la osadía de pedir que pusieran en su epitafio: <Eres la luz de mis ojos>. A mis hijos no sólo les pareció bien, sino que lo vieron como la dedicatoria sentida de un marido enamorado y derrumbado por la muerte de su esposa. Toda una declaración de amor para una persona ciega.
El funeral acabó antes de lo esperado y sentí la necesidad de pasar algo de tiempo solo. Al fin y al cabo, nadie de los que estaban alrededor, ni siquiera mis hijos, podría imaginar mis sentimientos en aquel momento. Abatido y solo, sí, pero también inmerso en una encrucijada que iba a tratar de resolver cuanto antes.
Decidí alejarme de allí en cuanto acabaron los ayes y pésames de familia y amigos y puse rumbo a ninguna parte. Mientras conducía, mis recuerdos más recientes y lejanos se entremezclaban con muchísima rapidez y confusión. Comencé a sentirme mal. Paré el coche y vomité en repetidas ocasiones, la visión borrosa y la flojedad hicieron el resto para decidir descansar un rato y acercarme al pueblo más cercano dando un paseo. ¿Sería ésa la sensación y ése el sabor de la culpabilidad?
El pueblo me resultaba familiar pero no recordaba haber estado allí. Conseguí reponerme tomando un café con un par de azucarillos. Era un bar tranquilo, agradable, lleno de lugareños con poco que hacer y con mucho que contarse alrededor de la mesa mientras jugaban unas partidas de cartas. Entre ellos un cura, joven y, sin duda, recién llegado a la vista de su afán de agradar sin obtener en contraprestación más que un par de monosílabos y sonrisas adecuadas de los que él debía considerar sus feligreses. Pidió un vaso de leche caliente y se giró en la barra para observar a la clientela. De algún modo, llamé su atención e hizo un gesto con la mano auto invitándose con permiso.
—¿Puedo?
Yo no moví un músculo, pero le debió resultar suficiente para decidir tomar asiento a mi lado. Casi ni me di cuenta de que le tenía delante de mí cuando sin saber cómo tomé la decisión de que él iba a ser mi redentor, con quien iba a comenzar el camino de mi salida de la encrucijada. El hecho de ser un desconocido y cura era la situación ideal para hacer partícipe al mundo de alguna manera mis secretos inconfesables.
—¿Cómo le ocurrió? Si puedo preguntarlo, claro.
—¿Perdón?
—El accidente. Bueno, imagino que sería un accidente. Su cara… Vamos que si no quiere no…
—¡Ah, mi cara! Hace tanto tiempo que no salgo de mi barrio que he perdido la costumbre de llamar la atención. Fue una explosión de una bombona de gas cuando era un niño.
—Entiendo. Por aquel entonces se utilizaban mucho las bombonas para calentar la casa y los accidentes estaban a la orden del día—se hizo un pequeño silencio y me tendió la mano—. Me llamo David y soy el párroco del pueblo. Encantado.
—Igualmente. Antonio, bueno, Toni para los amigos. El resto de los motes por los que me conocen me los ahorro, ya podrá imaginar.
—Sí. Ya imagino.
—Escuche, acabo de venir del funeral de mi mujer, aquí cerca y me preguntaba…
—Vaya, lo siento. Mi más sentido pésame. Ya me hago cargo de cómo se sentirá. Si puedo hacer algo por usted.
Me quedé pensativo por unos minutos mientras él hacía lo posible por no parecer inquieto por la situación, mirando a todas partes menos a mí.
—Estaba pensando, en fin, no sé si ahora sería buen momento, el caso es que ¿podría usted confesarme?. Llevo toda la vida sin hacerlo. No me refiero sólo ante un cura, sino a que nunca he compartido con nadie cosas que ahora necesito… Digamos…
—Claro que sí. Podemos ir cuando usted quiera. La iglesia está abierta para aquel que lo necesite. Permítame que le invite al café y vamos hacia la parroquia. No está lejos.
—Supongo que seguirá existiendo el secreto de confesión—dije en un tono amigable con una media sonrisa.
—¡Claro, hombre! La Iglesia ha cambiado cosas, pero la confesión sigue siendo secreta, faltaría más.
—Se lo agradezco. Pero al café invito yo, es lo menos.
El camino fue corto y no tuve tiempo para ir ordenando cómo contar todo lo que tenía, necesitaba, sacar fuera. No es que me estuviera arrepintiendo de mi decisión, es sólo que no era fácil.
Cuando llegamos a la parroquia, comenzó a contarme cómo se construyó, algunos datos artísticos de un par de cuadros que sin duda eran la joya del pueblo y cómo su reciente llegada había hecho que algunos feligreses llevaran semanas sin aparecer por misa por la ley que le guardaban al párroco anterior. Creo que podríamos decir que era una buena persona. Pero al ser un maestro en falsas apariencias, no le otorgué todavía tal título.
—Pues muy bien, Toni, si puedo llamarle así.
— Sí, por favor, hágalo.
—¿Prefiere usted hacer la confesión en el confesionario o mejor en uno de los bancos? Donde usted quiera. Cada uno tiene sus preferencias. Yo prefiero no tener celosías por medio, pero lo dejo en usted.
—No lo había pensado, la verdad. Creo que mejor en el confesionario.
—Como quiera
Una vez nos dispusimos cada uno en su sitio, comenzó la confesión.
—Bien Toni, escucho. No le pregunto cuándo fue la última vez que se confesó, porque ya me dijo que no lo había hecho en su vida.
—Bueno, cuando era niño nos obligaban a hacerlo en la misa de los domingos y antes de hacer la comunión, claro, pero a mí no se me ocurría nada que decir porque no estaba muy seguro de lo que podía ser un pecado, y al final contaba cosas que no tenían nada que ver con lo que se esperaba de una confesión, y dejé de hacerlo en cuanto tuve algo de uso de razón.
—Entiendo. Si está preparado puede empezar cuando quiera.
—Quiero… Quisiera antes de nada decir que… Bueno, le ruego que escuche hasta el final mi confesión. ¿Lo promete?
—Escucharé todo lo que tenga que decirme Toni, será usted el que decida cuándo parar.
—Se lo agradezco. Le pido esto porque además de necesitar contarle lo que va a escuchar, también necesito que intente comprender, aunque no es mi principal pretensión. No sé si alguien sería capaz de entenderlo, de hecho—de manera que respiré hondo y comencé mi confesión—. Bien, como es más que evidente mi vida ha estado marcada por las graves quemaduras en mi cara. Ya lo ve. Tuve que vivir con una deformación desde los 6 años y no fue nada fácil. Mi familia me sobre protegió durante muchos años. Cuando te pasan estas cosas eres alguien anónimo pero conocido por todos. Algo raro y cuando eres un crío difícil de llevar. En fin, que lo pasé muy mal. Los espejos eran el enemigo número uno. Las operaciones se sucedían una detrás de otra. Aun así, tuve amigos y podríamos decir que una infancia más o menos normal. Claro que en los lugares públicos las miradas iban todas hacia mí, unas más compasivas que otras, pero el horror se veía en sus caras.
—Nada es fácil Toni, como usted dice. Pero veo que era usted una persona fuerte por cómo habla del asunto.
—A la fuerza. En fin, pasaron los años y bueno, pues digamos que me acostumbré a mi físico. Una buena peluca de pelo natural, una dentadura nueva y alguna que otra cirugía hecha con acierto, hicieron más fácil mi aceptación social, y la mía propia claro. En lo académico me iba bien, tampoco era un lumbreras no vaya usted a creer, pero aplicado y con buenos resultados. Me gustaban las ciencias, la física, la química, ya sabe. El deporte mal, no por nada, porque yo quería hacerlo y me gustaba, pero el cuerpo no suda igual cuando la mayoría de él está quemado y no tiene por dónde transpirar, además de la falta de elasticidad por los injertos, ya entiende. Porque no tengo sólo quemada la cara. ¿Sabe? El resto del cuerpo también. Quizá tenga que hablar ahora de la parte más sensible del asunto, bueno, con un cura me refiero.
—Le escucho Toni, no hay problema. ¿A qué se refiere?
—Al sexual, digo. Pues milagrosamente mis… bueno… Mis genitales no sufrieron quemaduras y, claro, yo ya siendo un adolescente pues, con perdón, pero la naturaleza, ya sabe… En fin, que en ese sentido yo me sentía más normal que nadie, incluso un campeón.