Sin visado, de Jean Malaquais


Al tiempo que se quitaba las gafas de sol, el hombre dio una zancada para evitar el charco, husmeó el aire y refunfuñó entre sus dientes largos y amarillentos.
-¡Cagoendiez! –masculló castigando con el bastón el bordillo de la acera– ¡Cagoendiez!
Mientras se alisaba la puntiaguda perilla, aspiró el aroma de sus falanges. A pesar de que hacía varias semanas que pasaba cada día por la misma callejuela a la hora precisa del mediodía, no conseguía acostumbrarse al tufo de moho y podredumbre que despedían los callejones del Puerto Viejo. En ningún lugar del vasto mundo que había recorrido a lo largo de su ya larga vida, ni en la Módena de su infancia ni en los barrios bajos de Alejandría, ni en los zocos marroquís, ni en la Odesa típica de la guerra civil, en ninguna parte había tenido aquel anciano la sensación de respirar tan abundantes relentes de peste y de raticida, relentes que parecían remontarse a los míticos tiempos de los intrépidos fenicios, que fueron los primeros en desembarcar en estas costas.

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A la hora de diana, a la presunta hora del amanecer, cuando del otro lado de las ventanas muertas el alba comenzaba a saludar el despertar de las cosas y guardianes malhumorados contaban y recontaban a las mujeres, Katty Braun salía de la fila y pedía permiso para ir a buscar la ventana que había olvidado en su habitación. Comprensivos a más no poder, los guardianes le daban una patada en el trasero; sí, preciosidad, una ventana como una flor, y en una bandeja de plata para que haga bonito, pero espera a que se haga de día. Y era estrictamente cierto, porque las bombillas no paraban de rezumar luz. Ella volvía a su fila mirando a las mujeres con el ojo que no sonreía, con una seriedad que les encogía el corazón. En su universo mítico, ventana significaba el umbral natal, Francia en el horizonte, mañanas sin tos, sueños ininterrumpidos. Pegada a las paredes, recorriendo los pasillos de habitación en habitación, se abría paso de ventana en ventana atrancada por siempre jamás. Había una quincena de mujeres en cada reducto, imbricadas las unas en las otras, dormitando, despiojándose, casi desnudas, casi asfixiadas, viejas y jóvenes, feas y menos feas, semejantes a una vegetación de subsuelo.

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Madre y hermana lo ayudaron a escalar los peldaños, dos pisos de peldaños hasta llegar bajo el tejado oblicuo, que durante todo el día había atraído el sol de aquel mes de septiembre y había distribuido su pesado calor por el desván. Él se quedó de pie sobre su pierna sana, sobre su pierna muerta, mientras madre y hermana empujaban maletas una contra otra, arrastraban colchones, improvisaban una cama, sin palabras, sin preguntas, deslizándose de puntillas a pesar de que no había nadie en la casa que pudiese oírlas. Lo habían acostado, desvestido: pierna hinchada, muslo de brasa ardiente, sudor frío, prohibición de advertir al padre, interdicción de llamar a un médico, negativa a indicar una dirección amiga adonde correr en busca de ayuda, imperdonable ignorancia en lo relativo a fracturas, absurda impotencia para cargar con una parte del dolor, horas negras en el negro desván con la angustia de la bota alemana, con el sufrimiento que multiplicaba el tiempo, con el murmullo del rezo que multiplicaba la desesperación.  


[Sajalín Editores. Traducción de Gabriel Hormaechea]

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