“Hace tiempo que todo duerme. Tan sólo la joven esposa del boticario Chernomordik, propietario de la botica del lugar, está despierta. Tres veces se ha echado sobre la cama; pero, sin saber por qué, el sueño huye tercamente de ella. Sentada, en camisón, junto a la ventana abierta, mira a la calle. Tiene una sensación de ahogo, está aburrida y siente tal desazón que hasta quisiera llorar. ¿Por qué…? No sabría decirlo, pero un nudo en la garganta la oprime constantemente… Detrás de ella, unos pasos más allá y vuelto contra la pared, ronca plácidamente el propio Chernomordik. Una pulga glotona se ha adherido a la ventanilla de su nariz, pero no la siente y hasta sonríe, porque está soñando con que toda la ciudad tose y no cesa de comprarle Gotas del rey de Dinamarca. ¡Ni con pinchazos, ni con cañonazos, ni con caricias, podría despertárselo!”
“La mujer del boticario”, de Anton Chéjov)
Así comienza uno de los más de 200 cuentos del gran maestro ruso, internacionalmente reconocido (sobre todo a nivel póstumo) por su novedoso “estilo chejoviano”, que inspiró a escritores estadounidenses como Tennessee Williams, Raymond Carver o Arthur Miller.
La literatura de la Rusia zarista versaba sobre cuestiones sociales, políticas y filosóficas. Lejos del estilo romántico y rompiendo con la estructura clásica, el Realismo Psicológico de Chéjov más que sorprender con grandilocuentes diálogos, intrigas o desenlaces sorprendentes, buscaba envolver poco a poco al lector en la emoción humana. Esta nueva perspectiva realista refleja el ambiente social de su época, las conversaciones, comportamientos e indumentarias de sus gentes, las normas sociales… Pero lo hace de una forma sencilla, precisa y breve pero sumamente eficaz. La clave, además del lenguaje simplista, es la incorporación de elementos narrativos aparentemente insignificantes (como las propias circunstancias y anécdotas de los personajes). Introdujo con sumo arte la denomina acción indirecta, en la que los detalles de la caracterización e interacción de los personajes tiene más peso que la propia acción (directa) de la historia.
Chéjov crea una situación de confusión para que despegue la historia y combina personalidades variopintas y absurdas con un tono cómico con el que narra sus insulsas vidas. Niños, criadas y campesinos o modestos intelectuales como maestros, bibliotecarios o médicos, son los verdaderos protagonistas de sus historias. Chéjov les dota de un lenguaje adaptado a su estrato social, alcanzando niveles muy coloquiales si la situación lo requiere, y así potencia aún más su verosimilitud.
“Si nos vamos a burlar todos, los unos de los otros, no habrá ningún respeto a las personas de consideración… No habrá…
—¡Fuera! ¡Vete ya! —gritó el consejero temblando de ira.
—¿Qué significa eso? —murmuró Tcherviakof inmóvil de terror.
—¡Fuera! ¡Te digo que te vayas! —repitió el consejero, pataleando de ira.
Tcherviakof sintió como si en el vientre algo se le estremeciera. Sin ver ni entender, retrocedió hasta la puerta, salió a la calle y volvió lentamente a su casa… Entrando, pasó maquinalmente a su cuarto, se acostó en el sofá, sin quitarse el uniforme, y… murió”.
(“La muerte de un funcionario”, de Anton Chéjov)
Sus personajes no conversan sobre problemas políticos o sociales de forma explícita, pero Chéjov consigue, una vez más, que los expresen de forma subliminal. El autor arremete con disimulo y recurriendo a la casualidad contra las grandes lacras sociales: ignorancia, engreimiento, burocratismo, mediocridad y las consecuencias negativas que generan en las personas: incultura, atraso, servilismo, adulación, hipocresía, mentira… Desnuda y critica la sociedad de su época, dejando entrever que está erróneamente planteada. “No deseo mostrar una convención social, sino mostrar a unos seres humanos que aman, lloran, piensan y ríen”, afirmó.
Y así, sus simpáticos protagonistas, carentes de iniciativa e incapaces de escalar peldaños en la jerarquía social, se bastan y se entretienen con su rutina diaria. Sienten y padecen cuestiones propias de la naturaleza y la psicología humana, como la temporalidad del amor, la vulnerabilidad del matrimonio, la dureza de la soledad o el inevitable paso del tiempo. Y resignados y abandonados a su amarga realidad, viven sus anhelos, decepciones y fracasos de una forma descafeinada pero entrañablemente humana, convirtiéndose en los verdaderos héroes de su época, a la espera de que la vida no sea perfecta sino sencillamente soportable.