Sigo dándole vueltas a la lectura de “Si sólo me quedara una hora de vida”. Eso de que la felicidad no viene en estado puro si no más bien mezclado de todos los ingredientes de la vida, dulces, sosos y otros de mayor amargura. Y leyendo noticias como la del diario CLARÍN, cuyo título apunta: “Un decisivo viaje en taxi: el reencuentro fortuito con su padre la convirtió en escritora”, me convierto en especial observador de las causalidades negativas con el objetivo de encontrarles el lado bueno.
La chica de la noticia tenía que coger ese taxi precisamente. Y no lo hubiera logrado si no hubiese perdido tiempo intentando sacar dinero de cinco cajeros. En ninguno había. Eran los tiempos del corralito argentino. La suma del tiempo necesario para sacar dinero en cinco cajeros fue suficiente y necesaria para que el taxi y la chica se cruzaran. Sin corralito, el primer cajero tendría dinero, y por lo tanto, la chica hubiese cogido otro taxi.
Esta causalidad, en su inicio negativa, pero con final feliz para alguien, recuerda la entrega que la vida hace de los bienes inmateriales: la dicha y la desgracia se ofrecen entremezclados y de difícil separación. La buena noticia es que la desgracia tiene, en ocasiones, efectos positivos, para alguien al menos.
El tipo al que le contaba eso asentía y me habló acerca de que su propia existencia se debía al desamor y al infortunio. Se sentía como una consecuencia buena de aquella desgracia, porque se consideraba un “buen hombre”.
En 1910 su abuelo era un joven guardia, alto y guapo, con novia más o menos formal y de vida más ligera con las demás mujeres. En una de sus múltiples aventuras dejó embarazada a una muchacha del pueblo. El joven, futuro abuelo, no quería saber nada del asunto. Una tía de la joven fue a verlo, desesperada, instándole a que se casara con la chica porque si no, su sobrina había prometido tirarse al tren. El hombre no hacía caso porque a quien quería era a su novia formal y no a la aventura de una noche.
Los propios amigos del guardia le presionaban diciendo que no podía dejarla en ese estado y que su obligación era casarse con ella.
La noticia llegó pronto a oídos de los mandos del guardia y también comenzaron a presionarlo para que se casara con la chica embarazada. Pero él no lo veía claro.
Al final claudicó y, con gran dolor, aceptó casarse. El tipo me contó que ese mismo día volvió a desdecirse y fueron sus amigos, quienes lo vistieron y lo llevaron a la iglesia en volandas.
La chica embarazada, futura abuela del tipo, comenzó su vida de desgracia ya que, el abuelo, como buen macho alfa, ejerció de déspota, amo y señor de la familia, lleno de rencor por haber sido casado a la fuerza. Seguramente no fue feliz y menos cuando pensara en su novia real, la formal, a la que tuvo que dejar.
La abuela del tipo, también fue desgraciada. No fue amada, fue maltratada y tuvo que sacar adelante a cinco hijos.
El tipo me comentó que él no era descendiente del hermano mayor por lo que si no se hubiese formado una familia a la fuerza, con desamor y desgracia para hijos incluidos, él no estaría en esos momentos explicándome esas cosas porque simplemente no existiría.
Así pues, se declaró una bolita de felicidad enganchada al lote de desdicha entregado a los personajes de la historia de 1910.
Nunca me han gustado las historias inconclusas por lo que le pregunté por el final. La abuela murió primero. Cinco o seis años después, el abuelo. Lo cierto es que él manifestó echarla mucho de menos. Quizás es cierto eso que se dice en ocasiones: “El roce hace el cariño”.
El abuelo quiso romper su soledad y, sabiendo que su novia primera, la formal, la real, la que quería de verdad, estaba todavía viva, le pidió a su hija pequeña, con la que él estaba viviendo, que la dejara vivir con ellos. Habían pasado sesenta años. Inicialmente estuvieron de acuerdo hasta que la hermana del tipo se enteró de que la novia formal usaba silla de ruedas y necesitaba ser asistida permanentemente. La hija no permitió el capricho, o profundo deseo de su padre.
El abuelo del tipo murió a media mañana, en su cama, fumando tranquilamente junto a su hija. Lo último que hizo fue pedirle que mirara hacia la puerta de la habitación, para entonces decir:
“Mira, ya ha venido el barrendero a buscarme. Lleva una gorra grande”.
Uno, que ha visto muchas películas, pensaba que los que venían a buscarnos eran seres con túnicas claras y rostros sonrientes o con túnicas oscuras rellenas de huesos animados portando herramientas agrícolas; pero nunca barrenderos. Aunque después de pensarlo mejor, un barrendero es un buen final a la historia del tipo que, ahora sí, se permitió una lágrima gruesa y sorda que resumía, sin palabras, una historia triste.
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