Dejando a un lado La noche de los muertos vivientes (1968), que juega en otra liga, dos son mis películas favoritas de George A. Romero (curiosamente, de las más desconocidas e infravaloradas), la alucinada y muy lisérgica La estación de la bruja (1972), como un mal viaje de tripi, y Martin (1977), uno de los más atípicos y melancólicos filmes de vampiros de la historia del cine (se me ocurren, a bote pronto, otros dos: The Addiction y Déjame entrar), decadente y crepuscular, delirante y morboso, y sin duda alguna una rara avis dentro del género.
Como en la ya citada La estación de la bruja, Romero recrea una atmósfera psicodélica y enrarecida, enfermiza y malsana, donde la realidad (y la crítica social) se entremezcla con la ficción (y el horror cotidiano) y los personajes se debaten en un mar de dudas existenciales que descolocan por completo al espectador.
Es precisamente en esa ambigüedad de la trama, en ese no saber muy bien qué nos quiere decir y hacia dónde nos quiere llevar la película, donde radica el encanto y desasosiego de ambas, en su tono onírico y pesadillesco, que nos desconcierta y obliga a recapacitar sobre lo que estamos viendo para sacar nuestras propias conclusiones.
Martin, en concreto, juega magistralmente con todo ello, una crítica social corrosiva y un relato de vampiros (por llamarlos de algún modo) marginados y fuera de lugar, víctimas, en el fondo, del hipócrita mundo en el que (sobre)viven, que les convierte en desclasados y conduce a la destrucción.
De culto por méritos propios y absolutamente única en su género.
Vicente Muñoz Álvarez
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