ALEX COOPER
(No te fíes de sus ojos verdes)
Que no os engañe con sus ojos verdes, su cara de ángel y sus buenas intenciones: en los 80 Vicente era un kamikaze. Un psicópata. Una palabra de más, una sonrisa perdida a la chica equivocada y te ganabas unas hostias. Los Yuyos, buen nombre para una pandilla tan heterogénea; pero que ni se te ocurriera llamarlos así, porque no les gustaba un pelo. La Mandrágora, La Tropicana. Más de una vez vi a Vicente esperando la señal, provocando el encontronazo, pronunciando el temido “vamospafuera”… Ojos de hielo, su mirada imponía respeto. Creo que tardé años en atreverme a hablar con él.
Sonaban golpes de batería, casi todos los locales estaban vacíos ya, pero alguien seguía aporreando. Abandonado. Sin armonías, y eso que la batería no es un instrumento para solitarios. Héctor y yo todavía no habíamos montado nuestra banda mod. Miramos a través de la cerradura y espiamos a Vicente, que se peleaba con redobles y ritmos imposibles, soñando él también mejores proyectos para su Veredicto Final. Con los ojos cerrados, contando los compases, estazándose contra un muro de limitaciones, apretando los dientes. Hacia delante. Al principio, ahogamos nuestra risa, espías de pacotilla. Pero volvimos por San Mamés en silencio, todavía hechizados por la imagen de Vicente luchando contra sí mismo.
Bebíamos en los mismos sitios, escuchábamos los mismos discos, besábamos a las mismas chicas. En la terraza del Oasis, ella me guiñó un ojo y yo, como un piojo, me acerqué titubeando hasta su mesa. En cuclillas, a su altura, empezamos a hablar y ella me contó que estaba enamorada de Vicente desde aquella escaramuza en el viaje de fin de curso a Mallorca. Y nos besamos. No me di cuenta, hasta pasado un rato, de que aquella chica era bajita, demasiado bajita. Mis amigos, desde la otra mesa, rieron y aplaudieron y sobre todo envidiaron mis besos robados con fetichista admiración. Una semana después, en plenas Fiestas de San Juan, fue Martilugio la que tuvo que soportar mis desvaríos etílicos en esa misma terraza, semanas antes de convertirse en la novia oficial de Vicente.
Ha pasado mucho tiempo de todo aquello y hoy Vicente Muñoz, escritor y outsider (felizmente escritor y, afortunadamente, todavía outsider) me invita a mirar de nuevo por la cerradura y escrutar en sus recuerdos, narrados con voz propia pero brillantes como el reflejo de cada uno de nosotros en el espejo. Ha pasado mucho tiempo y ya no le tengo miedo, hoy me provoca una mezcla de respeto, cariño y admiración. También disfruto de las preciosas fotos que Silvia comparte en su muro, cada vez que veo a César recordamos esa admira azul que le vendí a cambio de dinero y de enseñarle canciones de los Ramones (KKK…), Yuyo me ha llevado en globo a conocer mi universo desde el cielo y Yolanda me sonríe desde su Mardi Grass coruñés. Y yo me siento cómplice de Vicente y de su pandilla, y me uno al deseo común de utilizar nuestro lenguaje (palabras, sonidos) para llegar a ser esa “versión mejorada de nosotros mismos”. Él lo ha conseguido. Me gustaría brindar por ello, pero ya no bebo y brindar con agua trae mala suerte. Así que mejor me vuelvo a sumergir en estas regresiones tan suyas y tan nuestras.
Por cierto, Veredicto Final molaban mil y todas las canciones que nombra Vicente en este libro tenían algo. Pero mi favorita, premonitoria visión de carretera, beatitud y días de ruta, era “Camino del Sur”.
Alex Cooper, en Regresiones (Ed. Lupercalia, 2015).