del frío y del calor


Dolores Mejías había terminado de componer la mesa para la comida, miraba complacida todos los cubiertos lucir como galvanizados destellos dispuestos en perfectas hileras, la gran olla blanca del consomé, la barra de pan ya hecha generosas hogazas en el cesto de mimbre decorado de flores de lís y la ya famosa y oval bandeja de cocido de los Mejías como una cima inalcanzable de viandas, todo sobre el níveo e inmaculado mantel de la abuela reservado para los domingos. Aunque la lumbre hacía del comedor un confortable y cálido caleidoscopio donde los aburridos bodegones que colgaban de las paredes transmutábanse en hermosas naturalezas carmesís, Dolores no pudo evitar sentir un gélido y súbito sobrecogimiento. Dejó las servilletas bordadas sobre la mesa y se acercó a los ventanales emborronados a causa del vaho, deslizó tres dedos cuidadosamente a lo largo del cristal siguiendo una perfecta paralera al marco y se asomó a la transparencia resultante.

En el invernadero del jardín, agazapado frente a las amapolas estaba el cerúleo fantasma de Agustín trasteando en los matojos. Había dejado la característica estela helada a lo largo de todo el césped desde la vallita blanca hasta la puerta del mismo invernadero, allá donde Dolores plantaba sus amapolas y sus azaleas en un clima más propicio. Cuando se apartó, guiñando el ojo, los ramilletes rojos encontrábanse completamente congelados a pesar del calor revelando el espejismo de un puñado de rubíes a los que un dios goloso hubiese espolvoreado de azúcar glas. Dolores frunció el ceño, chasqueó los labios y se apresuró a tomar el abrigo. -Salgo un momento, Padre, ¡vuelvo en nada!... El señor Mejías dejó de cortar jamón y la miró sobre los anteojos torciendo el bigote. -Pero dónde vas ahora, alma de cántaro, que fuera hace un frío negro, Loli. Y además tu madre y tu hermana ya vienen con los platos, que vamos a empezar, por D... Ni acabar pudo, que el portazo fue inminente, sonoro y final.

Afuera el invierno pegaba duro y ya podía otearse alguna que otra bolita de nieve planeando las copas. Dolores siguió la estela congelada en el verde hasta la puerta del invernadero y entró echando humos empíricos y simbólicos por la boca. -¿Dónde estás, gaznápiro?, que te fulmino... ¡Ay, madre mía, que me has echado a perder las flores, ay, madre mía!... En el interior no había ya rastro de Agustín, probablemente esfumado al mas allá de más acá, concretamente detrás de la puerta aguantándose la incorpórea sonrisa. Dolores se acercó a las flores con un obvio mosqueo aún sin poder evitar apreciar lo bonitos que se habían puesto aquellos pétalos de puro hielo entre el bochorno local. Tomó uno de ellos entre los dedos y lo vió fundirse presto mientras las gotas se deslizaban desde el índice a la muñeca. Como en un impulso inevitable se echó el dedo a la boca. A pesar de la tenue salinidad de aquel rocío, pudo reconocer sin ninguna duda en la lengua y en el cielo del pecho lo que el hielo de aquellas flores tan celosamente y en exclusividad había estado guareciendo.

El señor Mejías entró como una exhalación en la estancia. Venía tiritando y con los bigotes de punta.

-Pero bueno, ¿vienes o qué, niña? Se está echando eso a perder, caramba. Ya están todos sentados. ¿No decías que te morías de hambre?

Dolores se volvió con las mejillas coloradas. Cualquiera se habría dado cuenta enseguida de que había estado llorando.


-Ya se me ha pasado un poco el hambre, Padre, no sufra. Y también la sed. Ahora estoy mejor.




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