Algo bullía por aquella época en las calles de París. Los primeros años de la década fueron el origen de la convulsión que llegaría en el 68. Manifestaciones de argelinos que pedían la descolonización de su país, movimientos de izquierdas antiimperialistas o protestas contra la guerra de Vietnam eran las habituales noticias de los periódicos. Y en medio de todo eso, un etonian iluso y soñador se paseaba por la vida mirando las luces de las ventanas de las maravillosas fachadas parisinas, imaginando historias de amoríos entre vecinos, engaños de escalera y folletines de ascensor. Solía caminar mirando hacia arriba, hacia los edificios, de suerte que rara vez veía lo que pasaba de frente, como si huyera de lo que el destino me ponía delante prefiriendo lo que estaba por encima. Cuanto más alejado estaba de la realidad, más feliz era. La gente feliz siempre mira hacia arriba.