Lecciones en rojo carmín

12. No tardé mucho tiempo en descubrir que para bien o para mal las mujeres iban a marcar el resto de mi vida. A los dos años, tres meses y un día, en el oscuro patio de una guardería del ensanche, se me ocurrió besar en la boca a la niña de los labios pintados de rojo carmín. Ese gesto, más impulsivo que romántico, despertó la reacción iracunda de una monja con uniforme laico y ansias castradoras.

Fui de inmediato agarrado por el pescuezo, arrastrado entre improperios y encerrado en un pequeño y húmedo lavabo, que, recuerdo bien, hizo las veces de mazmorra pestilente: olor a meado, caca, colonia Nenuco y vieja humedad. Opuse resistencia, eso sí: pataleé sin entender muy bien las razones de ese encierro, no comprendía que aquel castigo se debiera a  un simple beso, uno de esos gestos que cada protagonizaban en las sesiones de tarde sabatinas el espadachín en apuros, el aguerrido vaquero, el pirata bravucón…

Con una mezcla de indignación y medio, en la improvisada habitación de castigo lloré como nunca antes sin que sirviera de nada. Lancé puñetazos al viento,  patadas perdidas en la oscuridad y busqué desesperado, palpando centímetro a centímetro las paredes de aquel cuartucho, el interruptor que trajera la luz redentora. Incluso llegué a suplicar a gritos perdón, piedad, clemencia, asegurando con mi contado vocabulario que no volvería nunca más a besar a la niña de los labios pintados de rojo carmín. Ni a ella no ¡a ninguna otra! Todo el tiempo que permanecí allí metido, dos horas, quizá pudieron ser tres o más, me juré y perjuré que me mantendría alejado para siempre de las niñas, también de las del parque de Mandri que con sus largas coletas rubias tanto me gustaban.

Exhausto ya, tendido en un suelo de gélidas baldosas blancas, confiando en el sueño como escapatoria rápida de todo aquello, se abrió la puerta del calabozo y una profesora entró para limpiarme con agua la cara, colonizada por mucosidades y lagrimas, y adecentarme antes de la llegara a las cinco de mi padre, puntual y sonriente al volante de su escarabajo amarillo.

De camino a casa en el viejo Volkswagen, cuyo motor rugía mostrando un atávico orgullo germánico, olor a Wiston de contrabando y letras de Leonard Cohen, no abrí la boca. Tampoco durante la cena le dije nada a mamá. Avergonzando, confuso, sucio, aterrado por la idea de volver pocas horas después a aquella guardería del ensanche, dirigida por “tía” Matilde, mujer de pelo cano y mirada severa, y reencontrarme con a la niña de los labios pintados de rojo carmín.  Busqué aquella noche una excusa, fiebre, dolor de barriga, un resfriado, que me permitiera quedarme al resguardo del piso de Aribau. Pero no fui suficientemente hábil y a las nueve entré con paso corto y mirada al suelo en la guardería.

Me aterraba cruzarme con esa niña de la que desconocía todo menos la textura de sus labios, pero para mi sorpresa allí estaba, jugando en una esquina del patio con unos cromos de picar, sonriente y relajada.  Para ella lo ocurrido el día anterior no dejaba de ser una simple anécdota; para mi era el incidente que iba a condicionar mi relación con el mundo femenino hasta que años más tarde, a los pies del tibidabo, me crucé con la niña del vestido azul marino y todo cambió. Para siempre.  


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