La obra poética de Marosa se reúne en Los papeles salvajes. Libros y textos que combinan la rabia, las intuiciones, la ingenuidad: una escritura absorta en animales y plantas que desfiguran las fronteras y definiciones del realismo. Una escritura que no escapa de su entorno sino que se concentra en ciertos detalles y fisuras de esa fotografía que llamamos Historia.
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Por esos años muchos fueron crucificados. En la tormenta se veían las cruces negras y delgadas. Llegaban aullidos en el viento; otros morían delicadamente. En casa me previnieron contra los crucificados, que después desgajaba el viento.
Al ir a la escuela yo sentía temor, miraba hacia todas partes y me detenía para ver hacia atrás. Los jardines de lechugas se encendieron sin pausa, y los de repollos, grises y celestes como el humo, y también rosas incendiantes, estrelitzias de oro. Y a lo lejos estaban los crucificados.
Al trabajar bajo la mirada de la maestra, mi corazón quedaba chico como el de un cordero y grande como el de papá.
En medio de números, letras, yo veía a través de las ventanas, el bosque remoto. Y el pálido horizonte con los crucificados.
(Los ojos del gato eran celestes como vidrio y alhelí)
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El que gobernaba los bosques era feroz, era ferozmente multisexual, es decir, reunía en sí mismo, muchísimos sexos, y uno más. Casi todas sus bodas se cumplían en él mismo, con él. Iba desnudo, luciendo todos sus sexos, o vestido de agua y turquesa, con estrellas pardas sobre la cola y la sien. Era bellísimo. Gobernó los bosques moviéndose como una llamarada, pero dejaba a todos rígidos igual que serpientes; administraba el bosque como si fuera una bombonera o un nidal. Para él eran lo mismo los trenes y las lagartijas. Violó a las niñas casi inmediatamente después de nacer, mas sin causarles ningún desprestigio; de él venían todo el mal y gran beneficio. Llevaba el corazón a flor de piel, a la vista; su corazón era en forma de topo, tucutucu, daba bramidos, saltaba hasta el suelo, lleno de pelos, dientes y uñas; y boca; y volvía, saltando, hacia arriba, hasta el pecho tremendo y perlado, y moviente como una fogata.
Y tenía amistades lejanas que le llamaban el Dios de los Cedros y Dios.
(Los ojos del gato eran celestes como vidrio y alhelí)
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Así que ése era el jardín de mandrágoras. Estaba allí y no me había dado cuenta.
Ese era el jardín de los ahorcados. Tironeé una mata, y sí, vi la raíz en forma de hombre. Corrí, loca de terror, al interior de las habitaciones, de donde por cierto, nunca me había movido. Así que ése era el jardín de los ahorcados. Por cada ahorcado, una mata. Pero, hurgué en mi memoria y no había señas. Busqué papel y pluma, mas los parientes demoraban tres años en contestar. Di un grito y fue inútil. Corrí hasta el fichero, el armario, y sólo había cajas de dulce y quesos color rosa, o celestes, cada uno con un ratón en el interior. ¿Los periódicos? Nunca trajeron nada verdadero.
Entonces, llamé a las Empleadas: ―Aline. Todas se llamaban Aline y tenían un par de alas minúsculas cerca del hombro. Les dije: ―Díganme, ¿es verdad que los ahorcaron?
Ellas se cubrieron el rostro, volaban, se desliaban, sigilosamente, a ras del suelo.
(Los ojos del gato eran celestes como vidrio y alhelí)
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Todo estaba puesto en el aire, llameaba, suelto. Una cabeza de muchacha, allá en lo alto, sólo una cabeza, con la trenza rubia en punta, en vez de cuerpo.
Un perrito flotaba en dos patas; en otro sitio, una ardilla, igual. El gallo con un ala hacia arriba creciendo como rama. La sirenas zambullían en el cielo. Las “rayas”, perdida su agresividad, eran escudos fijados al espacio. Había gente que cabalgaba en caballos sin patas por el aire.
Volaban quietos a un lado el lauredal y en el otro extremo personajes revestidos, representaban para sólo un animal.
Y todo esto cubierto de un cierto brillo en rosa satinado.
Mas, más allá, mucho más lejos y más lejos, se veía un arco iris negro, roto en tres partes. Se extendían cielos espantosos y muy pálidos.
(Los ojos del gato eran celestes como vidrio y alhelí)
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