Monasterio, de Eduardo Halfon


Tel Aviv era un horno. Nunca supe si en el aeropuerto Ben Gurión no había aire acondicionado o si ese día no estaba funcionando o si tal vez alguien había decidido no encenderlo para que así los turistas nos adaptáramos rápido a la pastosa humedad del Mediterráneo. Mi hermano y yo estábamos de pie, agotados, desvelados, esperando a que salieran nuestras maletas. Era casi medianoche y el aeropuerto ya no parecía un aeropuerto.

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Nuestra hermana menor había decidido casarse. Nos llamó a Guatemala desde un teléfono público para decir que había conocido a un judío ortodoxo norteamericano, o más bien que los rabinos de su yeshivá de Jerusalén le habían presentado a un judío ortodoxo norteamericano, de Nueva York, de Brooklyn, y que habían tomado la decisión –nunca entendí quiénes, si los rabinos o ellos dos– de casarse. 

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Se me ocurrió, con la cabeza medio fuera y ya sintiendo el sabroso letargo del hachís, que un muro es la manifestación física del odio hacia el otro. Una manifestación palpable, concreta, que busca separarnos del otro, aislarnos del otro, eliminar al otro de nuestra vista y de nuestro mundo. Pero también es una manifestación a todas luces inútil: por más alto y grueso que se edifique, por más largo e imponente que se construya, un muro nunca es infranqueable. Un muro nunca es más grande que el espíritu del hombre que éste encierra. Pues el otro sigue allí. El otro no desaparece. El otro nunca desaparece. El otro del otro soy yo. Yo, y mi espíritu. Yo, y mi imaginación.

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Al final, nuestra historia es nuestro único patrimonio.

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Me dijo que un día de invierno, ya vestido de niña, había viajado con sus padres a un monasterio en medio de un bosque, en las afueras de Varsovia. Me dijo que ese día nevaba en el bosque, y que el monasterio en la nieve, entre todos los árboles nevados, le pareció una cosa mágica y azul. Me dijo que sus padres lo entregaron a unas monjas católicas del monasterio, junto con un certificado falso de nacimiento y otro certificado falso de bautismo, y se despidieron de él. Me dijo que tenía entonces cinco años. Me dijo que pasaría el resto de la guerra en ese monasterio ubicado en las afueras de Varsovia, disfrazado de niña católica, vestido y peinado y acicalado como una niña católica.


[Libros del Asteroide]

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