“El griego mathos vino a buscarme”, por Sergio Heredia
Dicen que se pierden los caseríos, tan dispersos como se encuentran en el Camposanto. Que los hay solemnes y los hay derrengados. El anciano Saldaña conoce algunos. Si le preguntas, te hablará de uno, francamente misterioso y taciturno, enclaustrado en el rincón más escondido de la región. Se llamaba “La morada del soñador”, y en él vivía a solas el viejo Mathos, que era griego y rico. “El más rico de todo el Camposanto y de buena parte del resto del mundo”, decían, quién sabe basándose en qué. Y es que por ahí corría un rumor. Se contaba que el viejo Mathos, perennemente recluido en el caserío, tenía en propiedad casi toda la región; que se la había comprado a un ministro que vivía del otro lado de las montañas de la Luna. Se contaba también que el tipo era tan grande como un oso, aunque este rumor era infundado: apenas nadie le había visto nunca. En realidad, los pocos que alguna vez lo habían hecho, y entre ellos Saldaña, le habían descrito más bien menudo, y de andar algo encorvado.
Aseguraban estas cosas, y algunas las repetían tantas veces que había que creérselas. Por ejemplo, decían que el griego Mathos tenía más años que Matusalén. Decían que esa afirmación figuraba en manuscritos y grabados de hacía siglos: que en esos papeles se identificaba su nombre y se garabateaba su torcida silueta e incluso se revelaban sus dotes pecuniarias. Pero claro: volvemos a hablar de fantasmas. Porque el viejo jamás le había dirigido la palabra a nadie en el Camposanto, y no había forma de comprobar si el sujeto de los manuscritos era él, o su padre, o su abuelo.
Quizá por eso se habían puesto a decir que el viejo Mathos era tan viejo.
El caso es que una mañana en El Margal, una de esas mañanas ociosas y soleadas de verano, cuando los más ancianos se sentaban en los bancos de la plaza a la sombra de la fila de cipreses, cayado en mano, e iniciaban una nostálgica tertulia, “¿recordáis cuando recorríamos el Camposanto y nada nos parecía más desconocido?”; una de esas mañanas en las que el general Oliveros tomaba los montes con sus mastines de caza y regresaba con veinte conejos en la montera, ya a la puesta de sol; una de esas mañanas, en fin, en las que los más ricos de la villa salían a pasear a caballo, se llegaban hasta el canal de Prida para que abrevasen las monturas y luego regresaban al paso y se entregaban a una siesta eterna; pues bien, una de esas mañanas apareció el viejo Mathos, cortando como un cuchillo el ocio de la villa.
En la quietud, una visión fantasmagórica: le vieron venir caminando despacio, tan encorvado como le habían imaginado e incluso más, pero de alto y corpulento, igual que un oso. El gesto, serio, el porte, elegante aunque envilecido por los años. Sin duda, se dijeron, había sido un caballero. Un caballero enmohecido con el tiempo, no obstante; el bigote gris y afilado, el bastón de mango de oro, el traje arrugado, el brillo del sudor en su frente y los enormes zapatones marrones así lo indicaban. Enmudecerían los ancianos de la plaza. “Estamos asistiendo a un milagro”, murmuraron entre sí. “Un milagro que asusta”, dijo uno, clavando los ojos en el griego.
Cuentan que Mathos pasó ante ellos sin siquiera mirarles, de camino al bar de Antibo, corazón lúdico, económico y cultural de El Margal. Ya saben de qué estamos hablando: si uno quería encontrarse con alguien, no tenía más que acudir a “La piastra” de Antibo, pedir un café y sentarse a esperar. O dejarle un recado al propietario, hombre recatado y silencioso y algo corto de entendederas, pero cumplidor a la manera de los buenos margaleses. En fin, todo eso está muy bien, pero el viejo Mathos no pretendía ni lo uno, es decir sentarse a esperar, ni lo otro, que era hacerle un encargo a Antibo. Sólo había buscado al dueño con la mirada, le había descubierto pasándole distraído el trapo al velador y se había ido hacia él a pasos lentos e inseguros, deteniéndose a su lado.
-Baja el volumen de eso, quiero que me oigan bien –había ordenado, señalando el transistor quejumbroso que carraspeaba sobre el velador.
¡Menudo susto se había llevado el bueno de Antibo, al levantar la mirada y sorprenderse ante la recia figura del griego Mathos, tan cerca de él que ahora podía tocarle, olerle e incluso golpearle con sólo alargar la mano! Porque Antibo sólo es uno más en esta historia, y por eso creía el hombre que el viejo había muerto, o que era un gigante, o que, dada su vejez, era el mismísimo demonio. Pero nada: ante sus ojos había un ser cansado, de aliento cálido y de olor humano, como el suyo o como el de su mujer, la sonriente Antiona, que se había quedado en casa porque tenía vomiteras. Así que obedeció.
Un giro de muñeca y la radio se había quedado muda, abriéndose en el escenario un silencio de muerte, tenso y sofocante, un silencio sobrevolando “La piastra”, pegándose a las paredes desconchadas, invadidas de coleccionables de mecánicos, de mujeres imposibles, pegándose también a los taburetes y a las mesas de patas cojas.
Un silencio, en fin, bien callado.
Ahora era el turno de Mathos, que ya se había dado la vuelta, contemplando por unos instantes al grupo de jóvenes que en un rincón jugaba al dominó y bebía vino. Y luego, tras un gorjeo para aclararse la garganta, dijo:
-Necesito un bibliotecario que por las noches cuide de mi biblioteca.
Se levantó Niantos, el hijo menor de la familia de los
Oscos, cuyos ocho miembros vivían en una casa más bien modesta en una esquina de El Margal y cuyo padre elaboraba los más hermosos cántaros y jarrones de la región. Y le respondió al viejo:
-Yo iré. En casa no andamos precisamente sobrados, ¿sabe?
-¿Qué puedes ofrecerme en garantía? –le interrogó Mathos, enarcando una ceja.
-¿Cómo dice? –titubeó Niantos, ya no tan valiente.
-¿Por qué te interesa encargarte de una biblioteca? –le preguntó el griego, ahora enarcando la otra: un paréntesis horizontal surcando su frente.
-Me gustan los libros. Algún día escribiré una novela.
-¿Te gustan los libros tanto como si fueran tus hijos?
-Pues, no sé… supongo que sí –contestó el joven, desconcertado.
-En ese caso, vámonos ya a “La morada del soñador”. Me duele pasar tanto tiempo fuera –ordenó complacido el griego.
Pocos acuerdos laborales se habrán cerrado más aprisa.
-¿Y qué hay de la paga?
-Hablaremos de ella por el camino, joven. Sois todos muy impacientes.
De modo que aquella ociosa mañana de verano ambos, amo rico y capataz de biblioteca, habían emprendido apresurados la marcha a través de oscuros senderos, rumbo a “La morada del soñador”.
-Tengo que explicarte muchas cosas –le iba diciendo el griego.
Marchando tras él, Niantos se sumergía en sus cuitas.
A espaldas de ambos, se iba cerrando el bosque.
SERGIO HEREDIA. Soñé que estaba vivo. (Letras difusión, 2010)
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