Deberías estar muerto. Esto es algo que repito en voz alta hasta el hartazgo. Me frustro enormemente mientras pienso en tu forma inerte, tu ya no voz, tu nunca valentía, tu ya no huesos. Hay que morirse. Yacer. Te lloro como a un muerto. Un muerto. Insisto. Te hablo como a un muerto que se levanta como la palabra ¿sorda?
Quiero decirlo con la voz en alto como los pinos, bien verde rebosante, emergiendo hacia mí para llenarme. O todo azul cielo este cadáver que te invento. Acá está: hola cadáver, vengo a llorar de tanta vida absurda, ¿podés oírme? Estoy latiendo y pregunto por vos. Termino cada cigarrillo exhausta, la cerveza siempre caliente en un vaso hasta el tope. Hola cadáver, mirá estas palabras que vengo a pronunciar, lo parecido a tu nombre, y llorar. Llorarte como a un muerto, eso quiero. Necesito que te mueras para justificar la herida. Matarte, amputarte desde las amígdalas hasta el tacto, hasta el levantamiento de todos los putos silencios, destruirte como a una manzana tan roja de sí misma, tan a punto de estallar. Quiero llorar. Vengo a llorar. Así, a estallar y sumergirme en tu cuerpo reseco. Justificar la sombra. Ampararme. Ampararme en tu sombra. Cómo no voy a mirarte con angustia, te pregunto, si sos el muerto que viene a latirme por dentro. Todas las palabras están muertas: mirame, qué dolor verte cerrando los ojos y volver a abrirlos de pura venganza.
Vos no te vas a morir. No ahora. No te daré yo esa muerte única y para siempre. O sí. Mirá, hace frío y la noche es una distancia altísima. Esto que repito es lo absurdo. Quiero verte muerto. Justificar la sombra. Amparame. Cuidame bien, acaso no ves el rompimiento de las olas en mis manos. Acaso todo esto sea una alucinación. Deberé cuidar la medicación junto con mis libros. Cuidar mis libros, ahí es donde todo vuelve a empezar.
Diarios, 9 de enero 2015