El 5 de octubre, Jean Cocteau comienza la entrada de su diario con estas palabras: He dormido poco. La película se desarrollaba en mi cabeza revelando todos sus fallos. Es sólo una de las huellas que las servidumbres y los quebraderos de cabeza del rodaje de una película dejan en su cuerpo y en su estado de ánimo. Los rodajes suelen ser una suma de esperas y catástrofes, de cosas que van saliendo mal mientras el director trata de ser el capitán de un barco que en cualquier momento puede ir a pique; la tripulación es necesaria, pero al final él asume todas las responsabilidades porque, además, debe rendir cuentas al productor o productores. Por eso es sintomático lo que le ocurre: los nervios de la espera y los sobresaltos de lo que sale mal arrasaron con la salud de Cocteau mientras rodaba La Bella y la Bestia, y sobre todo se reflejaron en su cara en forma de sarpullidos, erupciones y dolorosos estragos, como apunta por ejemplo en esta entrada: Tengo la cara que me va a estallar, cubierta como está de hinchazones, de costras, de no sé qué suero ácido que me recorre y me estraga los nervios. Una noche, otra de las entradas del diario comienza así: Violentas crisis. Máculas rojas en la cara, los ojos hinchados. Apenas puedo abrirlos. Si trabajo, es sólo por mi férrea voluntad.
Durante años, este diario fue calificado por expertos y otros cineastas como el mejor libro sobre el oficio del cine que se conoce. Yo no diría tanto, aunque sea muy bueno y revele el talento de Cocteau. Cuando se publicó, fue pionero en su género, un documento único y revelador. Lo que ocurre es que han pasado décadas y otros cineastas, quizá siguiendo la estela de Cocteau, han escrito sus propios diarios de rodaje y, por ejemplo, me parece más potente (en conjunto) Conquista de lo inútil, de Werner Herzog, por citar un caso. En suma: para mí no es el mejor libro de cine, pero sí es uno de los mejores, de los más reveladores sobre ese oficio en el que el tiempo y la paciencia están continuamente en equilibrio. Aquí van unos extractos:
Oficio de paciencia. Habrá que esperar. La eterna espera. Esperar a que el coche venga a buscarte. Esperar a que la iluminación esté lista. Esperar a que la cámara ruede. Esperar a colgar las ramas de los travesaños. Esperar el sol. Esperar la sombra. Esperar a los pintores. Esperar. Esperar al revelado. Esperar a que el sonido esté montado con la imagen. Esperar a que la sala de proyección quede libre. Esperar a que los proyeccionistas cambien los arcos fundidos. Esperar, esperar y esperar.
Esta es la escuela de la paciencia. Los nervios a flor de piel. Los nervios que se tensan y se relajan. Mañana por la mañana, a las ocho y media, saldré sin saber si habrá electricidad o no. En lugar de avisar de antemano, la ciudad corta la corriente según le viene en gana, arruinando así nuestro trabajo. Se mofa de nosotros. Antaño se decía: "Son los alemanes". Hoy, uno se pregunta qué suerte de malicia y sabotaje desorganizan el trabajo de los franceses.
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El dolor se ha convertido en una tortura, una tortura tan grave que me avergüenza imponer a los demás mi presencia. Es, creo, lo que me decide a quedarme en casa.
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Linfangitis. Flemón en el cuello. Vuelve el impétigo. Bronquitis. Escena de ayer rehecha esta mañana. Habitación de Bella. Con Paulvé y Darbon, decido interrumpir la película.
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Imposible soportar el suplicio que me impone mi rostro. Esta mañana, Paul ha ido a ver al profesor Martin para que me lleve al Instituto Pasteur. Me han dado cita allí a las dos y media. Tengo un dolor tal que me pregunto si seré capaz de asistir a la hora de la cita. Me apena mucho interrumpir el trabajo; mas he sobrepasado el límite. Ya no me es posible seguir. Me estoy volviendo loco.
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Pienso en lo que hace tiempo me escribió Thomas Mann en Toulon, durante mi fiebre tifoidea: "Usted pertenece a la raza de los que mueren en un hospital".
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Esta mañana, repasando en mi cabeza el increíble número de pequeñas cosas que quedaban por hacer –entre otras, el sonido– para enlazar y robustecer ciertas imágenes; en suma, mientras pensaba en el trabajo de atenta paciencia que necesita una película, me decía a mí mismo que es triste ver al público francés tan desenvuelto e indiferente hacia el cinematógrafo y el teatro. La pantalla sólo ejerce su hipnosis sobre las clases populares, que son las únicas que escuchan y miran de verdad. Los grandes caballeros y damas se dan la vuelta, buscan sus cigarrillos en la penumbra, no los encuentran, los piden a quienes están en la fila de atrás y los encienden para, de vez en cuando, atrapar al vuelo una imagen que ya carece de significado alguno (lo cual les importa poco, pues lo único que les interesa es criticar un perfil o un vestido). Me parece que la falta de atención, la cual nadie cree cometer, es el peor de los crímenes contra la sensibilidad artística y contribuye a una completa descomposición de la inteligencia.
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Noche terrible. El cuero cabelludo me devora. Confundo mis sueños con el dolor. Los picores se convierten en los destellos plateados de la crin del caballo. Quiero que se espacien. Me rasco. Me despierto torturado por las hinchazones. Espero a que venga el coche. Rodaré el raccord de la escena de Bella y Calixto que faltaba en Turena, así como la de Josette peinando a Mila.
[Intermedio. Traducción de Vanesa G. Cazorla]