tengo la alacena llena de polillas.
el desinfectador dice que no es un lugar donde las polillas se alojen. que las polillas comen ropa y no restos de aceite o harina. se pregunta cómo habrán llegado ahí. me pregunta si suelo dejar ropa en la alacena. le digo que no.
el desinfectador me dice se me están pelando los hombros: descascarada. pronuncia esa palabra varias veces mientras pasa el líquido con la pistola que dejará mi casa libre de insectos.
le digo que hace un par de semanas no abro la alacena porque me genera pánico que al abrirla, salgan decenas de bichos volando y después queden pegados sobre el techo. no llego al techo, entonces ahí crecen, y se crían, y arman familias que me son inalcanzables.
podés pararte en una silla, dice.
y no, que las alturas me angustian (un poco).
las polillas cuando duermen se enrollan todas sobre sí mismas. parecen un palito adherido a los vértices que dividen techo de pared (unen, al techo con la pared).
parece que se esconden de la luz, o huyen. son ciegas, dicen. en su ceguera desarrollan un vuelo atrofiado guiado únicamente por el sentido de la devastación.
me pregunto por qué para mí es devastación lo que para ellas es supervivencia.
me pregunto si ser un palito enrollado adherido a algún lugar, alcanza para sobrevivir.
si mis polillas buscan albergarse en una alacena con un par de paquetes de fideos abiertos y quizás polenta de años, o yerba que jamás uso si estoy sola, su existencia se asocia a mi existencia a partir de sobras y vértigos.
ese sujeto que rocía veneno o salvación sobre nuestros espacios, está alterando el desarrollo de nuestro emparentamiento vital.
dudo, pero lo dejo que siga.
él sigue mencionando la piel que se desprende de mis hombros.
me propongo limpiar la alacena de restos, cuando se vaya.
sé que no lo haré.
cuando lo despido, me toca el hombro con el guante puesto. me sonríe y dice: ahora ya no vas a tener más miedo al abrir las puertas.
no entiendo, pero no quiero mirarlo.
cierro.