He hecho el trayecto en noche cerrada y notando una ligera claridad en el horizonte, contemplando el amanecer en toda su fuerza y, ahora, viendo ya el cielo azul de la mañana. Las estaciones se suceden como una copia de los días. Una voz de mujer las anuncia, no se puede encontrar en ella atisbo de sentimiento: es tanta su neutralidad que me molesta. Se sube y se baja gente, poca, voy en el sentido contrario a la normalidad de la marea proletaria. Al contrario, como en casi todo. En una de esas me toca y me bajo.
El primer cigarro de la mañana. Lo enciendo mientras vuelvo a andar rápido y cruzo carreteras y calles hasta que llego al polígono. No se puede decir que se fuma en serio hasta que la relación con el tabaco es de madrugadas y trabajo, de escape vicioso, de pequeño placer contrapuesto a lo que espera. Pongo el dedo en una máquina que parece sacada de un servicio secreto, lee mi huella, me dice que correcto, he fichado. Una hora y pico después de levantarme comienza realmente mi trabajo-
Coloco libros, eso es lo que hago. Coloco toneladas de libros. Detrás del presunto espíritu romántico de la literatura están los albaranes, los palés, las cajas de cartón y la organización minuciosa de un almacén. El esfuerzo de gente de la que nadie se acuerda, que carga y descarga en un día miles de palabras y frases, más de las que un escritor conseguirá parir en toda su puta vida de escritor.
[Del relato "De siete a siete"]
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Le gustaba su trabajo, como le gustaba su mujer. Hace unos años todo le iba bien, pero vino la puta crisis. Su empresa le despidió. Luego se enteró por el email de un compañero que en su puesto habían colocado a un crío, primo del dueño, cobrando la mitad que él. Recuerda cómo se sintió, estafado, por partida doble, por haber pasado tantos años allí, dejándose los cuernos entre balances y cálculos, y por cómo habían traicionado la amistad con su padre.
Al principio no se asustó demasiado, trincó un buen pellizco de la indemnización, tenía un par de años de paro. Además en España un contable con ciertas dosis de creatividad siempre hacía falta. Andrés y su mujer incluso aprovecharon y se dieron unas buenas vacaciones por Europa.
Después los meses fueron pasando, cientos de curriculums, decenas de entrevistas, nada. Se miraba al espejo y se veía gordo y algo calvo. Demasiado tiempo solo en casa, demasiado tiempo mirando por la ventana. Y su mujer fuera casi todo el día. Unas veces llegaba tarde por una reunión, otras porque había quedado a tomar algo con las amigas. A él le parecía que se había vuelto una tirana. Empezaron a tener broncas por todo.
[Del relato "Los recortes"]
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Lo peor de hacerse mayor es que no sabes nunca cuándo puedes decir que lo eres. Para algunas cosas parece que sigo siendo igual que los chicos de la barca, para otras me siento muy viejo. No es una cuestión de crisis de edad de un tipo que no tiene mayor preocupación y se entretiene enredando. Es una indeterminación que lo ocupa todo, que mezcla y rompe las categorías. No hay pobres ni ricos, hay clase media; somos todos jóvenes hasta que se demuestre lo contrario; ya no hay izquierda ni derecha; ni películas malas, sólo comerciales. Por no haber no hay ni discos, la música es ya algo etéreo que ni se toca ni se ordena. Es como si los años noventa con todo su derrumbe y postmodernidad hubieran llegado de invitados y se hubieran quedado para siempre. Lo peor no es que todo esto sea mentira, lo peor es que te llaman antiguo cuando lo dices.
[Del relato "Mañana de otoño"]
[Ediciones Lupercalia]