Vuelve por Navidad
Jorge estaba terminando de poner la mesa con un mantel cobrizo repleto de paquetes de regalo y guirnaldas de muérdago. El belén observaba desde el aparador, el árbol de Navidad junto a la puerta y la cubertería de plata al lado de los platos de porcelana fina. El pavo seguía en el horno y los ibéricos sobre el Silestone. La casa olía a Navidad.
El hombre esperaba a su esposa y su hijita. Desde el traslado empresarial de su partenaire a otra ciudad, el pobre estaba de un Rodríguez perpetuo. Pero era imposible que vivieran juntos porque alguien debía cuidar del hermoso adosado que habían comprado cuando la bonanza económica les permitía todo tipo de caprichos. Además, él tenía un tallercito de mecánica que no deseaba cerrar.
Se dio un buen baño. Se afeitó –rasurando hasta los pelillos, que todavía no habían salido— con una navaja snowboard. Se perfumó con unas gotas de Bvlgari Extreme pour homme; el único capricho que se permitía para que su Carmen olfatease esa fragancia que tanto le gustaba. Y se puso su mejor traje –un diplomático sobrio con unas finísimas rayas en tono cáscara de huevo— de Easy Wear. En el espejo vislumbró a un hombre pletórico y radiante a la espera de recoger el premio gordo.
Cuando escuchó el timbre de la entrada, brincó como un chiquillo y se apresuró a abrir la puerta. Antes, se miró por última vez asegurando su aspecto:
–¡Olé Jorge! Estás como todos los años: hecho un chaval guapo y fuerte –se dijo a sí mismo con una sonrisa de oreja a oreja.
Fue hacia el portón, precipitado. No obstante, a dos pasos del umbral, aminoró la marcha para no parecer excesivamente efusivo. Su chica era muy seria.
Al abrir la hoja de castaño blindado, le brillaron los ojos. Ahí estaban sus mujeres. Su amada esposa y su perlita. Carmen con un chaquetón de corte diplomático en negro y un echarpe salmón. Carmencita llevaba un abriguito rojo de lo más lindo, como de costumbre.
–¡Hola papito querido! –la criatura se le echó al cuello.
–¡Hola lindura! Siempre tan cariñosa –contestó un emocionado Jorge.
La esposa ladeo la cabeza y besó su mejilla.
–Hola Jorge. Siempre impecable, como a mí me gusta. Es un placer volver a casa. Está como la recordaba –dijo con un halo difuso.
Se sentaron a cenar entre sonrisas y cariños. Las tres personas más felices de la tierra. En mitad de la comilona, la niña sacó la mano antes de tiempo y recibió un cucharazo en el dorso de la palma; se puso a llorar a moco tendido.
–Mujer, no seas tan estricta con nuestra preciosa Carmencita –refunfuñó Jorge.
Carmen lo miró con cara de pocos amigos. Jorge supo que esas palabras estaban de más. Calló.
–Lo hago por ella. No quiero que crezca malcriada. Ya sabemos lo que pasa después... Y por favor, no me contradigas delante de la niña –sentenció su cónyuge.
–Como quieras, mujer. No te enfades –terminó por decir Jorge con el rostro fruncido.
Por dentro le hervía la sangre. Todas las navidades sucedía lo mismo, empezaban de buen rollo y, a mitad de la cena, se enzarzaban en una disputa que acababa con una mortífera pelea; tirándose los platos, literalmente, a la cabeza. La niñita agazapada en un rincón. Mirando cómo su papi y su mami discutían bastante acalorados hasta llegar a las manos.
Carmen le pegó varias patadas a Jorge. Y éste la abofeteó. Acto seguido, ella se marchó a la habitación y cerró la puerta de golpe. Jorge cogió a Carmencita y la llevó hasta su dormitorio tiernamente. La niña se durmió arropada por un edredón con dibujos de Disney; su rostro de angelito dibujaba una sonrisa. Inmediato, Jorge fue al garaje. Manipuló el automóvil de su esposa y durmió en el sofá.
A la mañana siguiente, más temprano que de costumbre, Carmen salió picando biela. La niña con ella. Algo que Jorge no había previsto.
La carretera bordeaba una montaña lindante con el embravecido Cantábrico. En una curva, el Renault se salió de la calzada y ruló por el acantilado. Carmen intentó abrir la puerta. Sin embargo, tenía diversas heridas abiertas que le impedían moverse; sus piernas estaban aplastadas. A su lado, la niña empotrada en la luna delantera: el cuerpecito inerte, triturado.
–¡Nooo…! –chilló con todas sus fuerzas.
Una explosión feroz convirtió el vehículo en una bola de fuego.
La estricta madre, en un flashback momentáneo antes de cerrar los ojos por última vez, atravesó un túnel de luz fulgurante y blanquecina; se vio horas antes, peleando con Jorge. Sonrió, habían olvidado cerrar las cortinas de los ventanales. Al lado, vivían dos solteronas –bastante chismosas— que no perdieron detalle de la disputa en un tête à tête muy sui géneris…
–Lo ves, el idiota de Jorge está hablando consigo mismo como si estuviera acompañado –le dice la una a la otra.
–No es idiota, hermanita. ¡Está como un cencerro!
–Mira, mira. Ya se levanta. Y se pone hecho un basilisco maldiciendo a la pared.
–Ahora coge un cuchillo jamonero y amenaza al árbol de Navidad como si fuera una persona.
–¡Fíjate! Gira hacia la mesa y pasa la mano por el respaldo de una silla, como si estuviera acariciando a una niña.
–Todas las Nochebuenas hace lo mismo…
–¡Míralo…! Ya se pone el abrigo y la bufanda de cuadros. Agita la mano como si se despidiera de alguien…
–Y así seguirá hasta llegar al cementerio.
–Volverá en una hora, para variar. Después, recobrará su ostracismo y acumulará todos los desperdicios hasta las próximas fiestas.
–Nuestro vecino es un Diógenes muy especial. Una semana antes de Navidad limpia toda la casa y se acicala a la espera…
–Sí. Espera a su esposa y a su hijita, como si el tiempo no hubiera pasado.
–¡Ya te digo! Hace tres décadas que sus Cármenes se marcharon en ese Clio azul que se despeñó por la carretera.
–¡Pobrecillo! La verdad es que me da un poquito de pena.
–A estas alturas, ¡me la pela! Nunca me cayeron bien: ni él ni ellas.
–¡Dios mío, qué viejas somos! Nos hemos convertido en unas urracas que espían a todo el vecindario. Jijijiii…
Esa fue la última Navidad de las chismosas oficiales del vecindario. Había nevado más que de costumbre; salieron tras Jorge para cebarse de su esquizofrenia fantasmal, y dos estalactitas del tejado se incrustaron en sus cabezas. El sepelio sería de lo más sencillo; nadie las echaría de menos. Una corona sin nombre, acompañaría los ataúdes. La dedicatoria luctuosa, rezaría: “No es bueno reírse de lo ajeno”. A Jorge no le importó en absoluto toparse con dos nuevos espectros; siguió su camino hasta el cementerio. Sus Cármenes, iban delante.
En la puerta del Campo Santo la hijita preguntó:
–¿Papito, te vienes con nosotras?
Carmen le dio un sopapo en el cogote:
–Te he dicho una y mil veces, que tu papi no te quiere. De lo contrario, ¿cómo iba a dejar que se ensuciara tu vestido nuevo?
El rostro de la hermosa mujer, en carne viva, sonreía macabro. Jorge se despidió de Carmencita…
–Mi querida pequeñina, yo no sabía que tú irías con mamá.
–Si de verdad me quisieras, me acompañarías –susurró Carmencita, afligida, moviendo la cabeza; los tirabuzones rociados de sangre salpicaron el abrigo de Jorge.
La Parca lo miró cizallando los copos de nieve; las órbitas oculares vacías. La túnica azabache deslizándose entre los panteones.
–Todavía no, cielito. Todavía no. Quizás el año próximo… Pero recuerda: Vuelve por Navidad.
El rostro hueco de la pequeña, sonrió. Su cuerpo calcinado se descompuso y cruzó el umbral con barrotes de forja. Jorge las vio desaparecer entre nichos marmóreos y cruces sacras. Regresó a casa renqueando. Al observar su reflejo, lloró de amargura: no conocía al anciano marchito que veía en el espejo.
©Anna Genovés
12/12/2017
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