1. No tenemos chocolate en casa. Suenan las alarmas. La mirada de F señala la gravedad de la situación y a pesar del viento y el frío no tengo otra opción que ir al Opencor del paseo Sant Joan. En este abrevadero de urgencia para solteros, turistas, adolescentes con acné y mujeres abandonadas me espera una imagen tan inesperada como sobrecogedora: en la sección de libros, a ras del suelo y junto a un best seller de Julia Navarro y algo (¿un ensayo?) de Sala Martín, el economista de americanas kitsch y verbo independentista, veo dos obras de Patrick Modiano, “El callejón de las tiendas oscuras” y la “Trilogía de la Ocupación”. Es un golpe bajo para los modianescos. Cuando descubrí hace ocho años al sutil escritor parisino, casi de casualidad, y lo empecé a leer furtivamente, con la emoción del que se adentra en un texto hermético que te hermana con unos pocos lectores, con sus personajes turbios y atmósferas evanescentes de un París eterno, buscando sus novelas descatalogadas en libros de viejo y en páginas web, pensar que se vendería un día en un supermercado hubiera sido considerado una afrenta. Supongo que es el peaje obligado de ganar el premio Nóbel, con su lluvia de billetes, reconocimientos públicos y reportajes mil. Al fin y al cabo, aparcados de una vez nuestros sueños infantiles y delirios de grandeza, todos somos una mala novela de quiosco.
2. Me gustan los músicos callejeros, aquellos que se cuelan en los vagones del metro con sus viejos acordeones y baratos violines de cuarta mano, quizá porque mi abuela mudaba su rostro cada vez que le sorprendía una melodía callejera, que no tardaba en tararear con un aire melancólico, recordando tal vez aquellas fiestas de verano de la Cantabria lejana. Con su música desafinada los interpretes ambulantes, en su mayoría gitanos centroeuropeos, llenan de alma los coches subterráneos que surcan la ciudad cargados de replicantes, personas de mirada triste, actitud ajena, que buscan en la pantalla de sus móviles de cuarta generación distracciones de la caverna. Siempre les doy unas monedas, a los músicos callejeros, y escuchó con atención sus interpretaciones de viejos clásicos, desde Vivaldi a Charles Trenet. No hay mejores músicos ambulantes que en el metro de París.
3.Repaso la lista de correos electrónicos que he recibido en mi cuenta personal en los últimos meses. Todos son mensajes publicitarios de redes sociales, lo que me recuerda mi condición casi única de consumidor. Vuelvo a la triste melancolía y me pregunto si los centenares de nombres que engrosan la lista de contactos se olvidaron al unísono de mí. Añoro los días no tan lejanos en que por la noche, con la complicidad de la madrugada, abría mi cuenta seguro de hallar palabras amables de rostros ya borrosos.
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