American Way of Lies (2)

En la segunda entrega de mi reportaje sobre Amway describo una de sus conferencias, a las que asisten como palmeros numerosos miembros de la organización para intentar persuadir a las caras nuevas. También cuento cómo el tipo que me introdujo en la empresa trata de intoxicar mi mente con sus retorcidos argumentos. Amway es probablemente la compañía que ha arruinado a más personas en todo el mundo con su sistema de venta piramidal, prohibido por leyes que no se aplican. Han comprado su inmunidad financiando campañas políticas en Estados Unidos y en España tampoco hay nadie que se preocupe de pararles los pies.

Por ahora estoy muy contento con la repercusión del reportaje en las redes. Ayúdame a difundir las infamias de Amway compartiéndolo en Internet. Con la ayuda de todos podemos abrir los ojos a muchas personas atrapadas en este pozo sin fondo o que están a punto de caer en él. Si aún no tienes claro de qué va esto, te recomiendo que leas el inicio del reportaje: American Way of Lies (1)  



No tardé en recibir el siguiente email de mi coach:

 También empezó a mandarme whatsapp, no con una frecuencia asfixiante pero sí lo bastante alta para que no me olvidase de la generosidad de su oferta. Sus documentos oscilaban entre lo cómico y lo indignante, por ejemplo este video en que se desprecia a “la gente pobre”, seres inferiores que no merecen ni el dinero que ganan con tanto esfuerzo:
 
Tras verlo me convencí definitivamente de la necesidad de escribir este reportaje. Porque quizá todavía puedan engañar y quizá yo pueda evitar que alguien (me basta con una persona) desperdicie su tiempo y su dinero en enriquecer a quienes menos lo merecen. Porque el mercado laboral que padecemos empuja a muchos al borde y más allá de la desesperación. Porque, en el fondo, es la incapacidad de los políticos y su corrupción la que alienta este tipo de organizaciones. 

El segundo encuentro con mi mentor sucedió en la misma cafetería. Mi intención era mostrarme sumiso a la codicia, fascinado por cada una de sus palabras, pero no pude contenerme y le arrojé a la cara varias preguntas desafiantes. Aunque amenazó con abandonar a su insolente discípulo, no perdió la calma ni levantó el culo del asiento: todo formaba parte de su calculada estrategia de persuasión.
Recurrió al dibujo: un esquema rudimentario de cómo habían cambiado los negocios en el siglo XXI. Trató de asociar Amway con Amazon y Facebook (del primero tomaban su agilidad en el comercio electrónico y del segundo la construcción de redes). Su última carta consistió en invitarme a una conferencia en un lujoso hotel situado en el barrio del Eixample. Vendría un gran orador e importante miembro del business que me lo dejaría todo cristalino. Mientras tanto debía absorber los videos, e-books y audiolibros que me seguiría enviando a través del e-mail o el teléfono.

Imaginé que la conferencia sería un buen espectáculo, así que acepté la propuesta. No puedo sentirme decepcionado. El esperpento escandaliza aún más de lo que me había figurado. El argentino recurre a preguntas retóricas (¿no te gustaría ser tu propio jefe?, ¿no querrías tener libertad financiera y disfrutar de tiempo libre?, ¿te apetece ahorrar un 30% en tu cesta de la compra?, si a mí me funcionó, ¿por qué no a ti también?) para apelar directamente a la audiencia, que para mi asombro se muestra entusiasmada ante el discurso.
Una chica que también se halla en primera fila recibe de la mano del orador, como premio por asentir a una de sus tramposas preguntas, la bebida energética fabricada por Amway. Mi mentor ya se ha encargado de encasquetármela en la entrada del salón de actos, donde había que pagar siete euros por presenciar la conferencia si se carecía de invitación. Me he tomado media lata hasta cansarme de su sabor dulce y su efecto gaseoso en el estómago. Justo a mi izquierda, atento a mis reacciones y susurrándome comentarios que reafirman las patrañas del orador, mi coach se esfuerza en terminar la suya. No parece que le esté sentando muy bien, pues jadea a intervalos como si cada trago consumiera sus fuerzas. Un combustible artificial que para arder requiere más llamas de las que genera: perfecta metáfora de Amway.

El power point se llena de fotografías de destinos paradisíacos que el speaker ha visitado por gentileza de la compañía. De pronto se encalla en una diapositiva y se siente perdido. Mira de reojo a mi coach, que le da un consejo para reactivar la presentación. En vano trata de recuperar el hilo y el tono. Se levantan murmullos de nerviosismo. El argentino se ha quedado sin palabras y ya no puede disimular la vacuidad de su discurso. Con una mirada tensa pide auxilio a una mujer de pelo plateado que salta a escena, ataviada con varias pulseras y llamativos pendientes verdes.
El nuevo personaje, que se presenta como esposa del orador, intenta levantar el poder persuasivo de la opereta.  He de reconocer que al menos utiliza los gestos y la voz con más encanto. Enseguida nos muestra en pantalla a sus hijos adolescentes, ya a punto de introducirse en el universo Amway: declara emocionada que son lo más importante de su vida. Si se siente en deuda con la empresa, asegura, es sobre todo por las oportunidades que abre para su futuro y porque le ha permitido dejar de trabajar para centrarse en su devoto cuidado. El dinero es tan solo la puerta a la verdadera calidad de vida y a la seguridad necesaria para formar una familia como Dios (y Amway) mandan. Amén.   
 
La mujer vuelve a sentarse entre aplausos y cede la palabra definitiva a su marido. Este ha aprovechado la pausa para fabricar la emoción que habrá de exhibir en el desenlace. Llevo al menos veinte minutos desoyendo sus palabras y fijándome en sus expresiones. ¿Acaso ciertos escrúpulos le impiden interpretar creíblemente su personaje? Me temo que el principal obstáculo no es otro que su propia torpeza. Las contorsiones a que somete su rostro no le habrían servido para pasar un casting ni siquiera en la época del cine mudo, cuando en el gremio de actores imperaba la sobreactuación; el temblor fingido de su voz es como un zarpazo en mi cara.

Hay aplausos que deberían castigarse con el látigo. El speakerlos recibe como si hubiera contado un ápice de verdad. Cuando termina, un joven sale al estrado para recordar próximas conferencias cuyas entradas pueden reservarse con antelación. Al finalizar el acto la mayoría permanece en la sala formando corrillos. El coach me presenta al argentino, a otro tipo que se define como escritor y a no sé quién más. Algunos de los presentes parecen excitados, como si de verdad lo que han oído tuviera el poder de cambiarles la vida.
Mi incapacidad para contagiarme de la alegría colectiva me hace sentir marciano. Escapo de mi mentor y curioseo entre los libros que deben servir para captar nuevos adeptos. Me suenan títulos y autores por los materiales que he ido recibiendo en el correo y el móvil. Ojeo tres o cuatro ejemplares y encuentro una colección de decálogos, historias inspiradoras, casos de éxito, consejos prácticos... Así de fácil: millonarios todos. 
Llega la hora de abandonar el escenario. Me despido del coach(que será el protagonista de la siguiente charla) procurando aparentar un educado interés en el negocio y dejando abierta la posibilidad de nuevos encuentros. Creo que él piensa que soy duro de pelar, pero que acabaré cayendo bajo sus encantos.

 
Un simple interrogante me atormenta y me retiene todavía en el hotel: ¿solo yo detecto la fabulación? No me considero un cerebro privilegiado capaz de leer la mente de las personas, pero soy casi el único que en ningún momento ha aplaudido, reído o asentido. ¿Seré un amargado que no sabe disfrutar de los placeres y el dinero fácil? 

 
Me introduzco en un círculo y formulo un par de preguntas para medir la solidez del entusiasmo. El intento queda interceptado de inmediato por un chico tan joven o más que yo, el mismo que había anunciado la próxima ponencia. Me toma del hombro, separándome del resto, y me dice en un susurro, como si se tratara de una cuestión de fe y yo estuviera blasfemando: ¿tienes dudas? Su fanatismo es tan afable que por un momento le creo y casi le respondo que no, que yo también quiero arrodillarme ante el Dios Amway y jurarle sumisión eterna, pero la epifanía dura poco y al instante siguiente lo que deseo es darle un puñetazo y me alejo del hotel a grandes zancadas.

 


 

 
 


Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *

You may use these HTML tags and attributes: <a href="" title=""> <abbr title=""> <acronym title=""> <b> <blockquote cite=""> <cite> <code> <del datetime=""> <em> <i> <q cite=""> <s> <strike> <strong>

*