El que fue rebelde una vez, lo será siempre. No se puede evitar. Nadie puede negarlo. Y es mejor ser un rebelde, más que nada para demostrarle a la gente que no merece la pena intentar jugártela. Las fábricas, las oficinas de empleo y las aseguradoras nos mantienen vivitos y coleando –eso dicen–, pero son trampas que te acaban tragando como arenas movedizas si no vas con cuidado. Las fábricas te hacen sudar la gota gorda, en las oficinas de empleo te matan con sus soporíferas charlas y las aseguradoras y las delegaciones de Hacienda te ordeñan el dinero de tus pagas y si te descuidas te roban hasta las pestañas. Y si todavía te dejan con vida después de haberte exprimido, el ejército te llama a filas y te matan de un disparo. Ay, por Dios, qué vida más dura si no te rindes, si no evitas que ese gobierno cabrón te revuelque la cara en el estiércol, aunque no puedes hacer gran cosa para impedirlo, salvo volarle los morros con dinamita a esos cuatro ojos.
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Un día ladrarán y nosotros no iremos tras ellos al redil como borregos. Un día encenderán sus luces y darán palmadas diciendo: "Venga, chicos. Poneos en fila y coged vuestro dinero. No vamos a dejaros morir de hambre". Pero quizá algunos de nosotros decidamos morirnos de hambre, y ahí empezará el problema.
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¿Para qué nos convierten en soldados, si ya nosotros solitos nos dejamos todos los días las entrañas en la pelea? Peleamos con nuestras madres y nuestras esposas, con nuestros caseros y nuestros patrones, por no hablar de la policía, el ejército, el gobierno. Si no es por una cosa, es por otra. Y luego está el trabajo que nos obligan a hacer y la manera en que nos obligan a gastarnos lo que ganamos.
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Lo que importa es que trabajes hasta que tengas las tripas hechas un asco y la espalda dolorida. Y tu única compensación será un poco más de pasta que te permita volver a arrastrarte a la fábrica todos los lunes por la mañana.
[Impedimenta. Traducción de Mercedes Cebrián]