On Being Ill

Cabría esperar que se hubieran dedicado novelas a la gripe; poemas épicos, a la fiebre tifoidea; odas, a la neumonía; elegías, al dolor de muelas. Pero no; con escasas excepciones –De Quincey intentó algo parecido en El comedor de opio; debe haber uno o dos libros sobre la enfermedad dispersos en las páginas de Proust–, la literatura procura sostener por todos los medios que se ocupa de la mente; que el cuerpo es una lámina de vidrio plano por el que el alma ve directa y claramente y, salvo por una o dos pasiones, como deseo y codicia, es nulo, insignificante e insistente. Mas lo cierto es todo lo contrario. El cuerpo interviene todo el día, toda la noche; se embota o agudiza, se embellece o se marchita; se vuelve cera en el calor de junio, se endurece como sebo en la oscuridad de febrero. La criatura de su interior solo puede mirar por el cristal –sucio o sonrosado; no puede separarse del cuerpo como la vaina de su puñal o de un guisante ni un momento; ha de seguir el interminable desfile de cambios completo, frío y calor, bienestar y malestar, hambre y saciedad, salud y enfermedad hasta que llega la catástrofe inevitable; el cuerpo se desmorona y el alma se libera (dicen). Pero no existe registro de todo este cotidiano drama del cuerpo. 


Virginia Woolf, De la enfermedad

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