Soñé que estaba vivo (7)

EL SUEÑO DEL CAMPOSANTO, por Sergio Heredia

Fui a preguntarle al anciano Saldaña:

-¿Y para qué están esos diez molinos que se agitan al pie de las montañas de la Luna?

-Son cosas de tu padre, el gobernador –me contestó.

-Pero, ¿para qué sirven?

-¿Y yo qué voy a saber? –me replicó el anciano, irritándose. ¿Qué van a hacer allí? Pues decorar el paisaje, tal vez. O representar el progreso, todo aquello que, según dicen, se extiende del otro lado de las montañas de la Luna. Pero déjame que te cuente lo que fue a sucederle al pobre Matallo, el mecánico, el día en que las aspas de los molinos dejaron de girar.

“Fue tu padre quien se había dado cuenta de la avería. Ocurrió en una tarde ociosa de otoño: asomado al balcón de gobernación, aquí en El Margal, el hombre, satisfecho y admirado, contemplaba la extensión geográfica que abarcaba su gobierno. Forzando la vista, a la derecha podía distinguir un villorrio de carruajes y nómadas, de hogueras, griterío y ungüentos: Monleón, el pueblo gitano que Carolina Torres y su familia habían levantado en el rincón más apartado del Camposanto. Tierras ignoradas a conciencia, lugares de fantasmas, mitos y maledicencia: así que el hombre había vuelto la vista del otro lado para toparse con las montañas de la Luna, majestuosas, negras, misteriosas, las montañas del pastor Aranda, ¿lo recuerdas?, aquel espectro cuya visión podía convertir a uno en piedra, montañas a cuyos pies emergían los diez molinos.

“Qué duda cabe de que los molinos no tienen ninguna utilidad –se había dicho tu padre–, pero dotan a la región de ese aspecto de civilización que tan bien nos viene. Además, órdenes son órdenes, y yo según delante de quién soy un mandado. Debes ordenar que los edifiquen, me dijeron, y me limité a obedecer”.

El caso es que, oteando de frente hacia los molinos, el gobernador había descubierto que las aspas se habían detenido. Así que había corrido a avisar al bueno de Matallo para que se apurase en repararlas. De modo que el mecánico, que a aquellas horas ya estaba tomando tan tranquilo su sopa de ajos de cada noche, tan eficaz que le era para el mal del insomnio, tuvo que verse echándole las riendas a la mula y partiendo con urgencia bajo la tibia oscuridad.

Con tanta premura se iría, que ni siquiera había tenido tiempo de interpretar los acontecimientos: bajaba la bruma del otoño en el Camposanto, cubriendo el camino de los molinos.

Y un silencio premonitorio, adormecedor, había acallado a todo bicho viviente.

-Tira, rucia –iba ordenando a la mula, una alazana triste y pensativa–, que tenemos que llegar a los molinos antes de la medianoche. Llévame allí. Tú ya sabes ir sola.

Iba inquieto y algo asustado, el bueno de Matallo. Tal vez por eso, porque quería llegar a los molinos antes de la medianoche, porque temía a los espíritus del Camposanto y a Aranda –le aterrorizaba convertirse en piedra,… ¿y a quién no?–, porque se sentía fatigado, tal vez por todo ello no había advertido que el sueño se precipitaba sobre el

Camposanto aquella noche.

-¿Qué pasa, rucia, que te lo piensas tanto? –preguntaba a la mula, con quien siempre había compartido un monólogo indescifrable, cómplice, objeto de muda burla en todo El Margal–. ¿Por qué no avanzas? ¿Es que tienes miedo, o qué?

Hubo un forcejeo febril y estúpido, y al fin la mula avanzó unos pasos, de manera que fueron adentrándose en las brumas, adivinando el camino, escuchándose tan sólo el repiqueteo hipnótico de las herraduras sobre los guijarros. Reinaba el silencio: el sueño de las almas. Rucia iba resoplando, temerosa, a cada paso, meneando la cabeza mientras Matallo, tirando de las riendas, protestaba y se maldecía.

-Anda, estáte ya de tonterías, rucia, o nos sorprenderá la medianoche.

Poca gracia le hacía esa excursión al hombre, joven y supersticioso. Por ser domingo, más de una vez se había negado a reparar la rueda de un carro o a canalizar un desagüe descarriado. Sus motivos tenía: en domingo, Matallo se negaba a ir en contra del designio divino. “Dios ordenó que este día no se mueva ni un dedo, y yo no quiero que se me envíe al infierno”, repetía, estribillo monótono, si le apremiaban en su jornada ociosa. No era este el caso.

Los molinos se habían averiado en viernes, aunque por la noche, y a Matallo también le disgustaba trabajar a horas intempestivas. “Dios creó la noche para que durmiésemos, no para andar por ahí de parranda”. Había tenido que apechugar, no obstante, cuando el gobernador le había instado a que hiciera las reparaciones, le había llamado vago y le había amenazado con retirarle el sueldo que se le asignaba desde Gobernación.

Curiosa estampa componían, en plena noche, montador y mula. Avanzando entre la bruma, podría tomárseles por fantasmas flotando en un mar pálido e intangible, con la rucia relinchando y el mecánico despotricando, y el sonido metálico de las pisadas, y el vaivén de la linterna de foco amarillento con la que Matallo proyectaba sombras, luces y siluetas deformadas, sorprendentes, mudas, contra los troncos que se erguían a su paso. Cualquiera que les viera les hubiera tomado por almas peregrinas en busca de imposible redención. Pero claro, nadie podía contemplarles. Porque a esas horas, el Camposanto dormía, vencido por el sueño de aquella noche de otoño, igual que dormían las aspas de los molinos y las campanas del campanario de El Cierzo y las bombillitas de las luciérnagas y el canto de los grillos.

Con paso cansino, la rucia había alcanzado el cruce de Tormos, el que se desviaba hacia los molinos. Y allí, el silencio y la quietud eran ya absolutos: allí, el mundo entero se había paralizado. Ni soplaba una brizna de aire ni se oía el murmullo del canal de Prida, que bien cerca corría. Deteniéndose unos instantes, acaso olisqueando, la mula había vuelto la vista a un lado y al otro, para al fin torcer por el desvío, igual que un autómata.

Dos pasos más, y entonces el tiempo vino a detenerse, y el sueño a caerse sobre el bueno del mecánico: le invadió desde abajo, implacable, instalándose primero en sus pies, y luego le fue subiendo a lo largo de las piernas, tronco y brazos, hasta ocuparle la mente y fulminarle. ¡Pobre Matallo! Apenas había tenido tiempo de abrazarse al cuello de la mula para mantenerse a horcajadas y no desvanecerse en la niebla, mientras la linterna, colgando vacilante de la anteojera, ciega guía de la rucia, se apagaba.

Aquí fue lista la rucia.

Fíjense: advirtió el sueño del amo y se detuvo. Cabeceó ligeramente, meditó, acaso escuchara la música del silencio. Se plantó como una estatua de mármol, sudaba, enmudeció. Oyó todo lo que sucedía: mil sonidos apagados, transparentes. Y al cabo de un instante, recuperó la movilidad, dio media vuelta y se devolvía a El Margal, tan en silencio como había venido, pisoteando con sus herraduras las brumas que ocultaban el sendero, pero sin confundirse porque se lo sabía de memoria”.

-Pero los molinos, Saldaña, ¿volvieron a funcionar?

-Naturalmente. Todo había vuelto a su cauce a la mañana siguiente: al despertar el Camposanto, tu padre se iba corriendo a la casa de Matallo para felicitarle por haber cumplido con su misión.

-Aunque Matallo no había reparado nada…

-Y eso, ¿quién lo sabe?

-La rucia, por ejemplo.

-Tal vez, pero ella sólo habla con el bueno del mecánico.

Ya te lo he contado antes, ¿no?

SERGIO HEREDIA

 


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