Ayer quemé un libro. No sé por qué lo hice. Creo que por el escaso gusto de la portada. ¿Qué pretendía representar? Parecía un nuevo animal mitológico enteramente horrible. Como una mezcla entre un cocodrilo y un tiburón o una motosierra y una pala o dos hombres desfigurados, no lo tengo claro. Inquietante. Ni una palabra necesité leer para rechazar de inmediato su mera existencia. Solo una mente depravada podía haberlo concebido. Encendí la chimenea, calenté la lumbre y arrojé el libro al fuego.
Lo más extraño fue esto: a medida que sus páginas se consumían en las llamas, sentí un dolor agudo en mis adentros, como si yo también estuviera abrasándome.