Mi padre se ha largado esta mañana. Una nota garabateada en pluma y un sobre con 100 mil pesetas. El dinero es la manera que tiene de calmar los demonios de su remordimiento. “Nos vamos a Costa Rica con Gladys. Te he dejado un regalito para que pases un buen verano. Te quiero”. Respiro aliviado. Hace tres días que regresé del internado de Navarra donde se almacena a precio de oro lo peorcito de las mejores familias y todo fueron silencios. Más tristes que incómodos, tratamos de disimular en nuestras cenas en el Flash-Flash lo poco que tenemos que decirnos con vagos comentarios sobre el mercado de fichajes y sus progresos en el golf . Evitar la vergüenza ajena es una de las normas de la familia, casi una obligación congénita.
Esconder la verdad es la mejor receta para ahorrar en sonrojos. Sin reproches. No hay nada que decir. Pacto de caballeros. Quizá aún nos queramos. Creo que sentimos al menos cierto cariño mutuo, compañerismo de clan, pero sabemos que es mejor para los dos guardar las distancias. Él ve en mi el adolescente triste que un día fue; yo contemplo al hombre derrotado en el que no tardare en convertirme. De tal palo tal astilla, dicen en las plaza del pueblo. Los dos estamos solos desde hace demasiado tiempo. Y en parte, nos gusta.
Me estiro en la cama sueca que papá se compró las navidades pasadas por teléfono y empiezo a contar los billetes. Muy despacio. Todos son de mil pesetas y huelen mal. Sonrío. Fantaseo en que me voy a gastar esa pasta. Trato también de recordar cuándo fueron las últimas vacaciones que pasamos juntos. ¿Begur? ¿Biarritz? Pero ni así me aborda una pizca de nostalgia, tristeza por el tiempo perdido. Para ser sinceros sólo me irrita de su marcha el nombre de la enésima mulata que conoció en el club de Collserola, donde papá aguarda el amanecer entre vodka, coca y amor embustero. Gladys es un nombre de puta.
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