Desapareció bajo la lluvia.
Salió a su encuentro en el despertar de la mañana y se desvaneció unos pasos más allá, engullida por la cortina de agua, como uno de esos barquitos de papel propios de cancioncilla infantil que, arrastrados calle abajo por la corriente, se resisten a volcar, sortean como mejor pueden un par de remolinos y, a la vuelta de una esquina, sin tiempo ya para reaccionar, se ven absorbidos hacia el negro interior de la boca de alcantarilla que les ha salido al paso.
Entonces comienza otro relato, el que no siempre nos cuentan de pequeños, el que provoca miradas inseguras entre los mayores, el que los lleva a cambiar de tema mientras disimulan su incomodidad con una sonrisa forzada o un ya lo entenderás más adelante.
Entonces comienza este relato.
Desapareció bajo la lluvia.
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Dos días ya, 48 horas de encierro, y no se aprecian señales que indiquen un abandono drástico, huellas de orina en el fino colchón sobre el que yace el cuerpo de la niña, manchas similares en sus tejanos, heces que se amontonan avergonzadas en alguna de las esquinas de la habitación. Por el contrario, sus zapatillas de deporte descansan a los pies del camastro, colocadas una junto a la otra al mismo nivel, como el calzado que ordenamos en el recibidor, frente a la chiquillería ilusionada, la víspera de Reyes. Más: en la perpendicular del lecho, al alcance del brazo izquierdo, una taza metálica, en torno a un dedo de agua aún en su interior. Y notamos la ausencia del collarín de cuero y las pulseras trenzadas que llevaba en el momento de su captura, hasta ese punto se han preocupado de evitarle riesgos, elementos que pudieran clavarse contra su carne hinchada por los desajustes del riego sanguíneo, durante su recuperación.
Ligeros indicios, quizá pequeñas promesas.
Hay tiempo, murmuramos, asentimos.
Deseamos.
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No era el mejor momento para que Pardo me pusiera a trabajar de ese modo.
Como si nada hubiera pasado.
Cuando de hecho todo estaba sucediendo.
Todo era el saberme despedido sin por ello sentirme despedido. Porque había vuelto al periódico aquella mañana, con el estómago del revés y la cabeza atravesada por fogonazos de dolor, como si la reunión del día antes, tan lejana ya, hubiera formado parte de un sueño múltiple, variado, inconexo. No tenía siquiera la consistencia de las pesadillas que te consumen durante toda la noche, aquellas de las que te cuesta bastantes horas escapar y aun así continúan regresando con inesperados ecos durante algunas semanas más. A mi alrededor se extendía la sucesión de mesas de siempre, separadas en la disposición habitual por sus mamparas, los mismos tres despachos ocupando puntos estratégicos a lo largo del anillo más externo de aquel extremo de la redacción. Tanto daba que las sillas frente a las mesas se encontraran vacías, que tan sólo uno de los despachos, el de Pardo, se hallara ocupado. La mezcla de iluminación eléctrica y natural, el olor, la ranita de peluche sobre el alzapantallas en mi escritorio… el espacio todo generaba familiaridad y de su mano me sentía caer en una mullida sensación de normalidad, por lo que una y otra vez debía proceder a recordarme lo inevitable de mi destino: Estás despedido.
[Editorial Pez de Plata]