Los favores de la Fortuna, de Frederic Manning


Creo que lo que más me ha gustado de este libro es su lenguaje, el lenguaje brusco y plagado de tacos que emplean sus personajes, es decir, los soldados que combaten en la Francia de la Primera Guerra Mundial: un lenguaje que se aproxima mucho al que utilizan en El sargento de hierro, una de mis películas favoritas de la filmografía de Clint Eastwood. Es decir, un lenguaje basado en la realidad, porque quienes luchan suelen estar hasta las pelotas y hablan como camioneros. Y aún me gusta más que su traductora, María Fernández, haya respetado esto, porque, de haberse traducido esta novela (inspirada en hechos reales, aunque con personajes ficticios) en los 60 o en los 70, hubieran suavizado el lenguaje en la edición española hasta un punto irreconocible. Así lo hacían antes en las ediciones españolas, no lo invento.

Frederic Manning nos ofrece un vistazo poderoso a lo que ocurre no en la batalla (aunque hay algunos pasajes "de lucha"), sino en las trincheras, en los campos que recorren los hombres… Nos muestra lo que hacen, lo que hablan, lo que comen, lo que beben, lo que sueñan. Por encima de todo hay algo que todo escritor contrario a la guerra suele recalcar: que en realidad el soldado de a pie lucha por sí mismo, pero también por su compañero, al que se niega a dejar caído, aunque los mandos insistan en que se deje atrás a los heridos y a los muertos. Manning fue muy admirado por grandes escritores y es la primera vez que se publica este libro en España. Aquí van unos fragmentos:

Resulta curioso que mientras que cada hombre es un misterio para sí mismo, para los demás es como un libro abierto; quizás porque uno pasa por el tormento y la confusión de los procesos mentales que mueven sus actos y desde fuera solo se aprecia el acto en sí, simple y único.

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-Entonces, ¿por qué leches te alistaste? –le preguntó Madeley.
El Llorón levantó aquella mano enorme, que parecía más bien una pala, con la solemnidad del que está haciendo un juramento.
-Ahí me has pillado, tío –admitió–. Cuando vi a todos los chalados alistándose, y a mí paseando con mi novia, como todos los domingos, me dio vergüenza. Intenté pasar y olvidarme, pero no pude. Yo ya sabía de qué iba el tema, pero no dejaba de darle vueltas a la cabeza y al final nada, yo también fui a alistarme como un gilipollas. Me daba vergüenza andar paseando por la calle. Pues sí, me daba vergüenza. Pero os digo una cosa: si ahora pudiera mandar el uniforme a tomar viento y ponerme otra vez de paisano, ¡pronto iba yo a pasar vergüenza! No, señor, ni aunque me tuviera que ir escondiendo por los callejones y pasar de echar un trago en el Old Vaults. Ya no me queda nada de dignidad, tíos, es la pura verdad. Lo que yo digo es que los que han hecho la guerra, ¡que vengan y que luchen!

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-Yo nada más que digo –continuó el Llorón– que si un hombre la espicha, ya se la suda quién gane la puta guerra. Estamos aquí y ya no podemos hacer nada, mi cabo primero. Y ya que estamos aquí tenemos que luchar por nosotros. Por nosotros y por el de al lado.

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Los hombres establecen un vínculo más fuerte por las experiencias triviales que comparten que por los compromisos más sagrados.

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La determinación de un hombre solo puede medirse en función de los horrores y las dificultades que haya tenido que superar.


[Sajalín Editores. Traducción de María R. Fernández] 

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