Es fascinante seguir el discurso narrativo en esta obra. A ratos, tienes la sensación de estar leyendo unas páginas de Rayuela, en las que el Cortázar más digresivo te va relatando las personales vicisitudes de Oliveira y la Maga; pero también, en otros momentos, en esta bella, diáfana y precisa prosa uno puede ver al mejor Muñoz Molina, aquel de narraciones mitad memorísticas, mitad policiales. Y todo esto ya ocurre desde su inicio, cuando la ficción se deja seducir por la trama argumental de Vértigo; luego, cuando quiebre en su vórtice, y se vuelva tan reverberaramente ordetiana, será cuando nos procure ese shock anafiláctico que nos dejará convulsionando aún largas horas después de concluida. Tal es el cocktail brutal que nos sirve el autor.
Pero sería injusto tratar a Mario Cuenca Sandoval como una mera -aunque acertada- síntesis de estos dos grandes autores; él alcanza a ir mucho más allá del talentoso epígono y logra, por méritos propios, desarrollar su voz; su estilo. De ahí que, con Los hemisferios, se corrobore lo que ya apuntaban sus anteriores trabajos: no sólo el excepcional talento para la escritura narrativa con el que está dotado sino, también, y en igual o magnífica ascensión, la gran personalidad que, en su precoz madurez, ha ido alcanzando.
Porque, nada más comenzar la lectura, el lenguaje impone su equilibrio. Y, al mecánico acto de leer hay que ponerle, al instante, freno. Interiormente es otra medida -más reglada, más mesurada-, la que te exige su engranaje de sintagmas; su arquitectura de oraciones digresivas. No sólo se fija esta prosa en el texto como pura comunicación -en su praxis impoluta-, sino que amplifica y enriquece el mensaje; la atmósfera del relato. Percutiéndote el oído interno con las posibilidades ilimitadas de su combinatoria, con su balanceo musical (tan poético); o con el funcional uso que se le da a la puntuación para clavar la métrica deseada. Un estilo que se conjuga en un sólo tiempo y un mismo espacio; que fusiona sintaxis y prosodia; y le marca esos ritmos profundos, esas cadencias internas tan bellas.
Luego vendrán los personajes... crudos, densos, extraños. Gabriel, Carmen, Hubert, María Levi... Su naturaleza. Su delirio. La importancia de su tratamiento. (La imposibilidad de agotarlos). Y pronto copan el interés de la narración. Formulándose entonces el drama, las interrelaciones... en una fértil comunión de inteligencia y sensibilidad. En donde los problemas se plantean y determinan conductas; dejando a la ficción respirar en ese gran combate -de espejos, de referencias cruzadas, de vasos comunicantes- que libra consigo misma... y con nosotros, sus lectores: partícipes obligados de ella para completarla, para asirla en su plenitud.
Nos encontramos ante una obra que, en sus dos magnitudes, tiende a desarrollarse -grasa y profusamente- hacia el infinito; en la que el tiempo es un elemento poroso, maleable, y llega, por así decirlo a desdoblarse; lo que conduce a su vez a un desdoblamiento de los personajes en la dualidad que suponen ambas mitades hemisféricas; y todo ello se nos presenta como un juego literario abierto que lo dejara entrar todo -porque todo lo admite- en su trama, en su arquitectura, pero que, a voluntad del narrador -y según su necesidad-, en un momento dado se termina... aunque nos deje con la impresión de que podría haber continuado. De ahí su flexibilidad, su elasticidad. Es, por tanto, una doble novela sin límite preciso. Una obra que reclama para sí los grandes espacios... ya sean éstos temáticos o de escritura.
Una narración rasgada que exprime al límite sus opciones; en donde todo es posible y todo es, por igual, incierto; en donde las cosas pueden ser o no; y se nos revelan con una tremenda fuerza narrativa; haciéndonos gestos -o guiños- en su alambicada estructura ficcional; pidiéndonos que vayamos a su encuentro, que aceptemos su engranaje maravilloso. Se nos propone una suerte de arte combinatoria que conjuga -y acepta- cualquier postulado, cualquier teoría; y, con ello, la mentira nunca parece fantástica... sino una de las posibilidades de la verdad; o cómo la imaginación es, en este registro, una de las formas en que lo real puede establecerse. Porque, en Los hemisferios, la irrupción de un elemento en la trama incide en los otros sin que podamos conocer con exactitud en qué instante se produjo esa transformación total del relato, ese fenómeno inexplicable del suceso. Y todo esto no es una forma de engaño o huida, un burdo escapismo, sino que es una invitación a sumergirse aún más intensamente en la historia.
Difícil apreciar toda la riqueza de esta obra en un primer encuentro; aprehender todos los niveles interpretativos que propone. Por ello procede, tal vez, una recomendación: hay que dejarse arrastrar por ella... por su pulso, por su aliento; que sus aparentes imperfecciones... sus cabos sueltos, sus anacronismos (quién sabe si son tales o, como pronto se sospecha, intencionados) no fracturen ese placer in albis que propone su enfebrecida lectura. Porque esa aparente linealidad de la primera parte -La novela de Gabriel- no es tal; y en la segunda -La novela de María Levi-... la bruma onírica de la voz narradora se impone con toda su fuerza. Magnífica, sin embargo, en ambas tesituras; en los distintos planos narrativos en los que se mueve.
En fin. Hagan una cuenta atrás. Contabilicen los días que les falten aún hasta que puedan tener entre sus manos esta novela. Porque, independientemente de lo que ya hayan leído este año, y lo que todavía les falte por leer, desengáñense, y no se lleven a equívocos... no hay nada más sobresaliente; no leerán nada mejor a Los hemisferios. Es tan poderosa su voz narrativa; su autor, Mario Cuenca Sandoval, tiene un talento literario tan musculado; que, una vez que te sumerges en ella... todo lo demás carece de importancia