Las personas no rejuvenecen, sólo algunas tardan más tiempo en envejecer.
Marie aparentaba la edad que tenía, ni más ni menos: cincuenta años. Tenía arrugas, bastantes canas sin la ayuda del tinte, manchas incipientes en las manos, los lóbulos de las orejas habían perdido consistencia y empezaban a dolerle las rodillas al levantarse: era, sencillamente, perfecta. Me encantaba.
Era meticulosa calculando la medida exacta de té en la tetera. Se puso las gafas para hacerlo, igual que hacía yo. Descubrí que también en eso nos parecíamos. Un botón del puño de su camisa estaba a punto de soltarse. Se lo hice saber. Lo miró y me tendió la mano para que fuera yo quien se lo quitara. Apenas tuve que tirar del único hilo que lo mantenía unido a la camisa. Era un botón nacarado, con cuatro agujerillos, un botón como otro cualquiera. Sin embargo, no lo era.
Era su botón.