En 1925 Henri Roorda decidió suicidarse. Pero antes escribió este breve libro (apenas 50 páginas en la reedición de Trama), en el que da sus razones para desaparecer. No era una pose: en efecto, tras concluirlo se mató de un tiro. Lo que queda son unas páginas, a mi entender, deslumbrantes, con sentencias y reflexiones sobre la riqueza y la pobreza, el entusiasmo que el Estado procura no fomentar entre los maestros y sus alumnos, las paradojas de una sociedad que te promete unos valores y te enseña a amar a otros para luego quitártelos o ponerte barreras… Aquí van unas muestras de su lucidez:
El pobre y el rico pueden cometer los mismos errores; pero para el rico dichos errores tendrán consecuencias menos graves.
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Por ser pobres, algunos matrimonios que dejaron de amarse, seres que se detestan verdaderamente, a menudo deben continuar viviendo juntos. La separación no está al alcance de todos los bolsillos.
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En nuestro mundo de negociantes y de financieros, el hombre normal es aquel que, de día y de noche, no piensa en otra cosa que en el dinero. Ése sabe que la vida es un combate que hay que dar de nuevo todos los días.
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Fue la sociedad la que me reveló todas las cosas hermosas que me hicieron amar la vida. Sé también que, para perdurar, la sociedad precisa de la violencia y de la mentira; pero fueron sus escritores los que me hablaron de la justicia y quienes implantaron en mí el espíritu de rebelión.
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Pero muy pronto la sociedad termina por arrebatarnos todo aquello que nos concedió. Tras haber impreso en nuestro espíritu imágenes de exaltación, nos impide, mediante su moral y sus leyes, satisfacer nuestros deseos y hasta nuestras necesidades más imperiosas. Sus educadores comienzan por cultivar en nosotros el gusto por lo bello, pero luego ella se encarga de afear nuestra vida convirtiéndonos en máquinas.
La sociedad es siempre más fuerte que todos nosotros: se desembaraza fácilmente de los individuos que le resultan molestos.
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Para que la vida prosiga es preciso que los hombres consientan, todos los días, durante largas horas, en convertirse en verdaderas máquinas.
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El Estado no ofrece a quienes instruyen a los escolares la ocasión de renovar su tarea y de rejuvenecer de esta manera su pensamiento. ¿Consiste su base en transmitir entusiasmo a los jóvenes? No, el entusiasmo es peligroso.
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La escuela comete el error grave de enseñar a todos demasiadas cosas que sólo son interesantes para determinados especialistas. Se dice que el niño debe aprender a obedecer. ¡De acuerdo! Pero a cambio de que los adultos aprendan a mandar de manera razonable.
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Amo enormemente la vida. Pero para gozar del espectáculo hay que ocupar una buena butaca. Y en la tierra la mayoría de las butacas no son muy buenas. Si bien es verdad que, en general, los espectadores no son muy difíciles de contentar.
[Trama Editorial. Traducción de Miguel Rubio]