Cortázar forastero (2)
Los cuentos fantásticos de Cortázar han sido encapsulados en un canon restrictivo que tiende a traicionar la variedad de su poética. Las piezas perfectas al estilo de “Continuidad de los parques”, escritas durante los años 50 y 60, nos distraen de una extraordinaria periferia que, contradiciendo la opinión oficial, incluye su obra tardía. Pese a los abusados artefactos de inversión como “Axolotl”, muchos de sus cuentos memorables (“La autopista del sur”, “Casa tomada”) no condescienden al malabarismo estructural ni concluyen en sorpresa. En otras palabras, la mayoría de los cuentos de Cortázar opera al margen de la simplificadora ecuación con que suele identificarse su narrativa breve. Un ejemplo es “Queremos tanto a Glenda”, parábola de la reescritura incesante pero también de la censura política. Y sobre todo “Diario para un cuento”, experimento autoficcional donde se declara la intención de escribir «todo lo que no es de veras el cuento», los alrededores de lo narrable: el contorno de un género. Quizá por eso se repita la frase «no tiene nada que ver», a modo de mantra digresivo. El narrador afirma que Bioy (cuyo centenario, aunque casi nadie parezca haberlo advertido, también se celebra este año) sabría describir al personaje «como yo sería incapaz de hacerlo». Además de un homenaje, se trata del establecimiento de una frontera: el territorio en que se aventura aquí Cortázar transgrede muchos códigos generacionales y estéticos. Esta última gran pieza, cuento y anticuento, decreta la senectud de una tradición que él mismo había encumbrado.