¨Llamadme Ismael¨. Avistamos la bestia allí donde el mundo se acaba. Junto al roque que sobresalía enhiesto, como un lancero polaco en plena batalla, vimos los remolinos de espuma canela y unos destellos negros de extrañas formas.
Tras arribar a Santiago, meca de la peregrinación vital, habíamos cambiado de compañeros, pero no de espíritu. Seguíamos en el Camino.
El aire confundía el azul verdoso del océano y el blanco sucio de una incipiente y aún escasa neblina. Nada se distinguía en aquellas aguas misteriosas más allá del tiro lejano de una ballesta. El remoto confín del universo conocido se anunciaba mar afuera, rozaba la tierra con su singular embrujo y ataba los ánimos a la calima triste de no poder dar un paso más.
Apoyado en mi vara de avellano, aquella cuyo sordo golpear fuera mi fiel compañero en las jornadas previas, presencié el milagro.
Al oeste del cabo Finisterre, lamiendo la tierra quebrada de la costa de la muerte hay un peñasco, adelantado último del suelo firme. A su derecha, un turbio remolino de espuma y sal anunciaba algo anormal. Parecía un huracán marino, un cono invertido desde el cercano fondo o una fuerza telúrica desatada. Pero no, nada que ver con eso. Al instante, una aleta desproporcionada marcó una hilera recta en su avanzar entre el cielo y el agua. Así, tras un segundo de pausa, la criatura se nos mostró en toda su grandiosidad. Un lomo grisáceo apareció en una breve elipsis para desaparecer, súbitamente, en las ondulantes capas del misterio marino.
Un arcano desafiante había surgido ante nosotros y ninguno podíamos darle una explicación. ¿Era una ballena clara o quizá nos encontrábamos ante la representación misma de los monstruos que habitan en las entrañas del abismo?
Allá donde se acaba el mundo en tonos azul verdosos...¨Llamadme Ismael¨.