Un simple vestido de fiesta, de Christian Bobin


Los libros de Christian Bobin son inclasificables. Son una mezcla de aforismos, pequeñas historias, ensayos minúsculos, opiniones y retazos de memoria. Hablan mucho de leer, de escribir, de la literatura en general. Este librito (pequeño en extensión y en formato), por ejemplo, es una maravilla. Cualquiera puede comprobarlo leyendo todos los extractos que copio aquí abajo:

Al principio no se lee. En los albores de la vida, en la aurora de los ojos. Uno engulle la vida por la boca, por las manos, pero no se mancha todavía los ojos con tinta. En los inicios de la vida, en sus primeras fuentes, en los riachuelos de la infancia, no se lee, no se tiene la idea de leer, de golpear tras de sí la página de un libro, la puerta de una frase. No, al principio es mucho más sencillo. Tal vez más loco. Uno está separado de nada, por nada. Uno se encuentra en un continente sin verdaderos límites –y ese continente en sí mismo eres tú, es uno mismo. Al principio están las inmensas tierras del juego, las grandes praderas de la invención, los ríos de los primeros pasos, y rodeándolo todo el océano de la madre, las batientes olas de la voz materna. Todo eso eres tú, sin ruptura, sin desgarro.

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El estado de crisis es el estado natural del mundo: guerra tras guerra, invento tras invento, volumen de ventas sobre tasas de suicidio, hambrunas sobre perfumes de lujo. En el mundo todo se mezcla. En el mundo todo pega con todo, salvo el amor. El amor no pega con nada. No está en ninguna parte. Escasea. Escasea como el pan en los periodos de guerra, como el aliento en la garganta de los moribundos. Escasea como el tiempo en los juegos de la infancia.

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El cansancio es una de las cosas del mundo más interesantes en que pensar. Es como los celos, como la mentira o como el miedo. Igual que esas cosas impuras que mantenemos lejos de nuestra vista. Al igual que esas cosas, el cansancio nos hace tocar el suelo. El primer semblante del cansancio en la vida, es el de la madre, es su rostro consumido de soledad. En sus primeros años, los hijos traen la ilusión, la risa y sobre todo el cansancio, el cansancio en primer lugar. Las noches desvalijadas, la felicidad agobiante. De golpe en la vida el cansancio llama a dos puertas sagradas: la del amor y la del sueño. El amor lo desgasta como el agua a la piedra. El sueño lo amontona como agua sobre agua. El cansancio es la barbarie del sueño en el amor. El cansancio es como una mala madre que no se levanta por la noche para alegrarnos con su voz, para colmarnos en sus brazos. Cómo se reconoce a la gente cansada. En que hacen cosas sin parar.

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Un gran libro comienza mucho antes que el libro. Un libro es importante por la grandeza de la desesperanza de la que procede, por toda esa noche que pesa sobre él reteniéndolo mucho antes de nacer.

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Abres el libro un viernes por la tarde y llegas a la última página un domingo por la noche. Luego hay que salir, volver al mundo. Es difícil. Es difícil ir de lo inútil, la lectura, a lo útil, la mentira. Al salir de un gran libro conoces siempre ese leve malestar, ese momento de incomodidad. Como si se pudiera leer en ti.

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Muchas mujeres escriben de ese modo, en sus gélidas casas. En su vida subterránea. Muchas que no publican. Mi vida me hace sufrir. Mi vida me mata durante el día, por la noche yo mato a mi vida.

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El niño duerme en la habitación de al lado. El niño que pronto la dejará. El amor que necesariamente la matará. Ella escribe como se sueña. Como se sueña con una vida tan verdadera que escasea, tan clara que quema. El niño no entra en esta vida, ni el marido, ni siquiera ella. Es una vida que no tiene, y sin embargo es la única. Ella escribe para conseguirla. Escribe por el pan de cada día, el que nunca se regala. El pan de silencio, la miga de luz.

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Lee mucho, novelas. Los libros son como el agua de una fuente. Acerca su cara a ellos para refrescarse. No existe ninguna diferencia entre la lectura y la escritura.

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El marido a veces se sorprende: otra novela. Ella no contesta. Por otra parte, ponte a contestar a esa pregunta: por qué lees novelas, por qué esa manía de vieja, ese tiempo malgastado en leer. Quién oiría la verdadera respuesta: leo para hacerle sitio al dolor. Leo para ver, para ver bien –mejor que en la vida– el deslumbrante dolor de vivir. No leo para que me consuelen, puesto que soy inconsolable. No leo para comprender, puesto que no hay nada que comprender. Leo para ver cómo la vida sufre en mí –simplemente ver. Sí, ponte a contestar a eso. El dolor está en la vida de las mujeres como un gato que se desliza entre sus piernas cuando planchan la ropa, hacen las camas, abren las ventanas, pelan una manzana.

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Uno lee como ama, uno entra en una lectura como se enamora: por esperanza, por impaciencia.

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El escritor es aquel que retiene en él todas las claridades. El santo es el que retiene en él todas las oscuridades. Con la luz, el escritor hace tinta. Con la impureza, el santo hace la mayor pureza existente.

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Quien no ha conocido la ausencia nada sabe del amor.


[Árdora Ediciones. Traducción de José Areán y Tono Areán]

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