Ahí está tu nombre, cuando lo encontrás no te queda otra que pertenecerle. Será que somos la identidad de lo que nos fue prometido alguna vez, antes de huir de casa, antes de la guerra y la plegaria por volver (¿era por volver?), la caricia de llamarnos para dar a luz el quejido metafísico existente (y no por existir es imagen de vida o necesario).
Yo, a mi nombre, le doy la teta, lo hago resurgir como una estructura nueva. Me llamo. Me llamo para que me llamen. Es el paso número 1. El siguiente: me quedo quietita y rezo, digo: Hola mundo chiquito. Entonces la tormenta me abraza pero soy inmune. Bueno, un poco más inmune.
Y leo poemas. Así también me reconozco en todos los sitios. Casi como queriendo decir. Casi como si la infancia se exasperara y trajera un padre sin dolor de hombre. O una hamaca con amigos. Yo no tuve amigos sino personas pequeñas alrededor que se compadecían. Eso, la historia de nombrarse y después la plegaria: cortita y al pie. La vela siempre encendida para todo. El té verde humeante, la caricia que soy después de sentirla.
Amén, amén para que me llamen. Querido diosito: nombrame. Dame este nombre que tengo y soy. Gracias, y te odio un poco por ponerme a escribir. Y por todo lo demás también te odio. Yo no sé, no aprendí nunca a llamarte sin maldecir. Quizás porque tu nombre enmudece. No permitas (dios no quiera) que suceda lo mismo con el mío. Quiero ser ínfima, cada vez. Quiero que me llamen para consumir lo que resta de mundo. Una milésima de luz entre las manos de alguien. Lo que dura estar viva: desaparecer.