Un relato basado en hechos reales
Cuatro de la tarde, jueves 17 de julio de 2014. Calor infernal, sol implacable. Faltan dos horas para que, por segunda vez en el mismo año, se estrelle un avión de Malaysia Airlines en circunstancias más que ambiguas: el primero, a principios de marzo, desapareció; y el segundo habrá de caer en territorio ucraniano quizá derribado por un misil, pero eso nadie lo sabe cuando me adentro con mi dolor de cabeza palpitante en la silenciosa y ventilada sala de espera de un centro de salud cercano a Atocha, en la que, increíble pero cierto, no hay nadie más que yo.
Antes de que me de tiempo a sentarme, la puerta de la consulta número uno se abre y un hombrecillo con bata blanca y pelo gris, de facciones sin origen y cuello de pollo, pronuncia mi nombre en voz alta. Por su tono se diría que no nos encontramos en una sala de espera, sino en una iglesia.
También por las sombras.
Y es ahí, justo cuando me invita a pasar a su despacho minúsculo y quedamos sentados uno frente al otro, aislados de una realidad a la que no le importa lo más mínimo que en ese momento del tiempo y del espacio estemos juntos, donde comienza mi viaje.
- Algo pasa.
- Sí, yo creo que es la gripe.
- ¿Quién es el médico aquí?
- Usted.
- Exacto. Soy yo... -Lo dice y hace una pausa como si, lejos de confirmar su identidad, la estuviera descubriendo en ese mismo momento y no se la esperara. Repentinamente cohibido, baja la mirada, pequeña y rasgada, incisiva, casi china, y se concentra en una estilográfica plateada, que sostiene con las dos manos-. ¿A usted no le parece raro tener una gripe en julio?
- Todo el mundo me ha dicho que puede ser por los cambios de temperatura: el calor de la calle, el aire acondicionado de la oficina, las tormentas...
- ¿Y usted siempre se cree lo que le dice todo el mundo? ¿Cuántos años tiene? ¿Setenta?
- ¡No! Treinta y seis.
- Ah -admite un poco desilusionado- eso más o menos calculaba yo, pero nunca se sabe... las comprobaciones no por rutinarias dejan de resultar esenciales...cosas más raras se han visto... podría haberme sorprendido diciéndome que tenía noventa -suspira y se encoge de hombros, pone cara de pillo antes de continuar- ¿Cuántos cree que tengo yo?
- ¿Cincuenta?
- ¡Aja! -Grita satisfecho; y pega un manotazo sobre la mesa que me da un susto de muerte- Casi cincuenta y siete, pero es que corro... si usted tuviera setenta hubiera dejado que se fuera; le hubiera diagnosticado “gripe en julio”.
- ¿Y con treinta y seis?
- Con treinta y seis, no.
- Ah, ¿no?
- No, con treinta y seis no puedo. Tiene que quedarse. Debo hacerle una pregunta más.
- Pues hágala.
- ¿Está usted triste?
- ¡No!
- ¿Cómo está tan segura? A veces estamos tristes y no lo sabemos.
- Pero es que no lo estoy.
- Piénselo con más calma. No hay ninguna prisa. Si se diera el caso, la gripe sólo sería un síntoma -explica sin sonreír pero con una convicción que, de repente, me lleva a imaginarle encerrado en esa consulta durante décadas, acumulando una sabiduría médica a base de patologías extraordinarias y vidas anónimas, imposibles de encontrar en los libros.
Con una paciencia insólita da golpecitos con la estilográfica plateada sobre su bigotillo gris.
- Estoy cansada pero no triste; toso, estornudo, no tengo hambre, me duelen muchísimo los huesos y ayer me subió la fiebre... -espero que diga algo pero ni se inmuta-. Creo que seguiré tomando Espidifen -me atrevo a aventurar, consciente del carácter irreal que va adquiriendo la situación-.
- El cansancio es otro.
- ¿Otro?
- Otro síntoma de la tristeza.
- Es posible, pero todos los demás son síntomas de la gripe.
Esta afirmación en apariencia insustancial lo altera tanto que se lleva las manos a la cabeza no sin antes encajar con un cuidado extremo la dichosa estilográfica en el teclado del ordenador.
- Me parecía usted una persona inteligente, ¿de verdad piensa que todas las causas de muerte de este mundo coinciden con los diagnósticos que figuran en los certificados de defunción? Algunos síntomas son como pruebas falsas. Hay enfermedades que no se nombran.
- ¿Insinúa que me voy a morir?
- Pues lamento decirle que sí, ¿qué clase de médico se cree que soy? Pero no por ahora, todavía no; aparte de esta tristeza pasajera, la veo bastante fuerte.
- ¿Y qué hago?
- Puede hacer lo que le de la gana. Si yo estuviera en su lugar buscaría un remedio.
- Por eso he venido.
- ¿Sabe qué? En realidad tampoco creo que haya venido por eso, pero ahora ya puede irse. He leído en el ordenador que la última vez que se pasó por aquí fue en noviembre de 2010. Raro no haber caído enferma desde entonces...
- Usted lo ha dicho -concluyo dándome por vencida, levantándome y dirigiéndome hacia la puerta-, debo ser una mujer muy fuerte.
- Eso no lo dudo, por eso le voy a confiar un secreto, es mejor que lo sepa cuanto antes: aunque toda regla tiene su excepción, las gripes en julio no existen.
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