“Cásate conmigo, aris”, por SERGIO HEREDIA
El día en que cumplía los cuarenta, la hermosa Aris, la pocera de La Mina, había despertado ansiosa y a toda prisa, en camisón y con los cabellos revueltos, y luego había corrido a comprobarse bella en el espejo alargado de su baño.
Otra vez lo mismo: otro siniestro sueño había venido a atosigarle aquella noche, un sueño intenso y presente cuyo recuerdo no dejaba de patearle en la cabeza a la joven mujer, mientras avanzaba apresurada por el corredor. Se había visto vieja, arrugada y sola en un enorme caserío, infinito como La Mina, acuchillado por pasillos eternos y brumosos, por salones polvorientos y cortinas deshilachadas, y no había podido reprimir un inquietante augurio: “¿Acaso he vislumbrado mi futuro?”.
Pero todo había pasado al ir a detenerse ante el espejo, tan vertical y macizo en un marco de roble: ahora se le había apaciguado el espíritu revuelto. Se había descubierto más bella que nunca, tanto, se dijo, que se había enamorado de su graciosa silueta, de las ondas doradas que se le derramaban como ríos sobre los hombros, de la tez oscura y de los ojos claros que la contemplaban de frente. Y había sentido deseos de preguntar al espejo, como la malvada del cuento, que quién era la más bella de todo el Camposanto. Pero había tenido que interrumpirse: le venían ganas de llorar.
Y entonces, en aquel triste y presuroso amanecer, se vio preguntándose:
-¿Y quién, tonta de ti cuando te vuelvas vieja, quién te admirará?
Y había roto en un torrente de lágrimas tan amargas y tan abundantes que pronto el baño iba a convertirse en el mar con las olas, con el perfume salado y con los peces de colores. Y llorando tan desesperadamente, casi a punto de ahogarse en su océano, le había dado por reírse de su desdicha, y corriendo había abierto la puerta del baño para que las lágrimas se derramasen como cascadas escaleras abajo, desparramándose por todo el caserío.
Antes, sólo una vez había llorado tanto como para regar un océano. Había sido por el padre Marino, el de El Cierzo, cuyos sermones de los domingos la habían enamorado.
Ahora hay que remontarse tiempo atrás, al día en que doña Montilla la había llevado a la iglesia, cuando Aris había interpretado fascinada las figuras que el padre Marino iba describiendo desde el púlpito, y sus comentarios a las Sagradas Escrituras, y las metáforas, las parábolas y las opiniones, todas ellas positivas, que de la Biblia iba el hombre sustrayendo. Emanaba vida, aquel padre, recordaba la pocera.
Era justo por eso por lo que se había enamorado de él.
Y llegarían las lloreras, claro. Porque el padre era un ejerciente y no se podía casar. Y porque después de que ella se le hubiera confesado y de que el padre Marino hubiese huido despavorido del confesionario, no había sabido más de él sino que se había enclaustrado en una celda, cuatro paredes a cielo abierto, por tiempo indefinido. De ahí lo de las lloreras como mares: porque en aquella primera vez, Aris había llorado tanto que La Mina había quedado flotando como un buque fantasma en medio de un manso estanque. O eso llegó a decirse.
Volvería a enamorarse, por supuesto. Y no sólo de uno, sino de cientos de hombres. Todos los del Camposanto iban a rendirse a sus pies, reverenciándola y deseándola.
Llegó a tener, contaban las lenguas menos indicadas, tantos amantes como días un año, si es que tantos hombres se cuentan en el Camposanto, y a todos los había ido despachando tan pronto como se le había acabado la pasión, sin sufrir, sin esforzarse en perpetuar agonías inútiles, para buscar la felicidad en las manos de otro y de otro y de otro.
Había querido huir del Camposanto, explorar nuevos universos. “Un mundo inmenso nos espera del otro lado de las montañas de la Luna”, llegó a prometerle una vez aquel nómada vendedor de perlas, hermoso y de grandes ojos claros, el más intenso entre sus amantes. “Si te vienes conmigo, Aris, no te faltará de nada. Y descubrirás que el universo no está encerrado en estas cuatro villas, sino que es infinito”.
A punto estuvo Aris de dar el salto. Tan cerca, que incluso había llegado a prepararse un petate y a concertar la fuga con el hermoso perlista a medianoche, ambos bajo la encina de los Cien Sabios. Pero el nómada no acudió a la cita y ella, despechada, lloró de nuevo.
Aunque esta vez iba a llorar poco. Aquellas no habían sido las lágrimas del amor: eran las del engaño. Porque Aris jamás había estado enamorada de aquel tunante. “Y gracias a dios que no me fui”, se diría más tarde, “que quién sabe si me hubiera abandonado del otro lado de las montañas de la Luna. Y entonces, ¿qué hubiera hecho yo en un mundo tan grande y desconocido?”.
De modo que el mundo de Aris se había limitado al Camposanto y, con el tiempo, a La Mina. Desilusionada de los hombres, de sus relaciones banales, huecas, de las charlas por compromiso y de las citas aburridas, se había encerrado en el caserío a cuidarse de doña Montilla, que estaba muy enferma. Para entonces se habían ido ya sus tres hijas, las de doña Montilla, que se llamaban Perse, Andrómeda y Sirena, con sendos viejos, vendidas por la alcahueta, y se había quedado sola, la vieja, en el caserío, con la única compañía de Aris. Y con el paso del tiempo, la pocera, que había odiado a la alcahueta por vender a sus tres hijas y que siempre había admirado el joven optimismo de Perse, el espíritu combativo de Andrómeda y la belleza de Sirena, se apiadaría de ella, de doña Montilla, entregándose a su cuidado cuando la vieja lloraba la ausencia de sus hijas.
Y ahí se había cerrado el mundo de la pocera. En la vieja: en levantarla cada amanecer, en vestirla, en llevarle la cuchara a la boca, lavarla y tumbarla. Escuchando los sollozos y los lamentos de doña Montilla se había olvidado de los suyos, de modo que había vivido en la inconsciencia de sí misma. ¡Cuántos han hecho lo mismo…! Y así le iba, hasta que en el amanecer de otro día monótono y extraño, había ido a despertar a la alcahueta y ésta le había respondido con el silencio. Y había reprimido un grito hacia afuera, aunque había chillado para sus adentros, al descubrir de improviso que su existencia se había vaciado.
“Volveré a empezar”, decidió un mes más tarde, cuando La Mina era una gran telaraña abandonada entre brumas, cuando el polvo se comía los mármoles del caserío y las enredaderas y las malas hierbas envolvían los muros o estallaban entre las baldosas.
Volvería a empezar, había decidido, una mañana en que se despertó pensando en el padre Marino. “Sólo el pensar en él me anima a seguir viviendo”, se había dicho.
Y había salido de La Mina a recorrer el Camposanto, y se había llegado hasta la encina de los Cien Sabios y había sonreído al recordar al perlista. “Su recuerdo ya no me revuelve las entrañas. Estoy curada”, había pensado. Y seguiría avanzando, sin rumbo fijo, hasta llegar al canal de Prida, en cuyas aguas se contempló: hermosa, sonriente. Resplandeciente como un ángel en el paraíso. Y en el camino fue a cruzarse con un viejo carretero y sus mulas. “Buenos días, Aris. Estás muy bonita hoy”, le había gritado el carretero, mientras las mulas asentían. Y ella no paraba de sonreír: de vuelta a la vida. Había alcanzado el pie de las montañas de la Luna y se había tumbado a la fresca de un ciprés, disfrutando de aquel momento tan mágico, místico se diría, soñando en el padre Marino, reflexionando sobre sus palabras desde el púlpito, contemplándole en sueños, amándole.
El día en que cumplía los cuarenta, Aris, que había llorado un océano, seguía observándose en el espejo, temerosa de la vejez, aunque feliz al descubrirse hermosa, cuando advirtió el carraspeo sordo de una voz. Le hablaba Marino, tumbado en el dormitorio contiguo:
-Aris –oyó la pocera, entre puertas y paredes–. ¿Te casarás conmigo?
-No, Marino –musitó ella sin que él la oyera–. No lo haré. Te quiero demasiado.
SERGIO HEREDIA. Relato extraído de “Soñe que estaba vivo”, Letras Difusión (2010)
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